De estas elecciones pasadas se ha dicho que han venido precedidas de la peor campaña electoral de la historia de la democracia. Esta afirmación no se sostiene si recordamos las campañas que hemos sufrido con asesinatos en nuestras calles o la que terminó con el horror de Atocha. Pero si obviamos esas circunstancias extrapolíticas y nos centramos en lo que es propiamente la campaña, es decir, en el discurso, los debates, las declaraciones y las propuestas, puede decirse que efectivamente ha sido una de las más insufribles.

El clima ha sido cainita. Los argumentos han quedado sustituidos por las descalificaciones. Las disputas se han centrado en peleas miserables eludiendo los grandes temas que deberían interesar al electorado: cuál va a ser la política económica de cada candidatura, cuál su política exterior, cuáles sus políticas en materia de vivienda, inmigración o demografía, cuáles sus propuestas en materia de igualdad o de derechos, cuáles sus prioridades territoriales, urbanísticas, educativas, medioambientales, sanitarias o culturales. Nada de eso tiene peso comparable a los golpes bajos o las gracietas groseras. En la campaña electoral el dato ha perdido su lugar vencido por el relato exagerado –victimista o apocalíptico, según sea el caso–, la gracieta insultante y el epíteto subido de tono.

No podemos cambiar lo que ha sucedido. Lo que sí está en nuestras manos es evitar que en la campaña al Parlamento Vasco del próximo año terminemos chapoteando en el mismo barrizal. Usted me puede decir que a nosotros no nos corresponde, que nada podemos hacer, que eso es cosa de los medios y de los partidos.

Pero las campañas se diseñan a la medida de cada sociedad y momento. En nuestra mano está permitir que nuestras redes sociales y grupos de WhatsApp se llenen de basura. Es responsabilidad nuestra optar por la información rigurosa. Nosotros decidimos a qué fuentes y a qué medios invitamos a nuestra casa. Si premiamos al más gritón del debate, los partidos deberán buscar a su espada más tosca y los medios lo difundirán. Si premiamos lo contrario, los partidos buscarán entre sus filas a quien pueda estar a la altura con mayor inteligencia, veracidad y finura. Si nos gusta que nos traten como menores de edad, los partidos y los medios buscarán al populista de boca más zafia que nos diga lo que queremos escuchar. Si, por el contrario, premiamos que se nos trate como personas con criterio y buen gusto, los partidos y los medios harán lo propio.

Una campaña enfocada, por ejemplo, en las políticas de empleo, en la calidad de gobierno y de los servicios, o en las políticas de solidaridad, igualdad y memoria, necesita de actores que sepan y que confronten experiencias ciertas con realismo.

El debate debe basarse no en suposiciones, sino en los datos contrastados con respecto a nuestro país: su situación en los estándares internacionales de calidad de vida, de desarrollo humano, de empleo, de salario, de esperanza de vida, de igualdad, de bienestar, de buena gobernanza y de transparencia comparados con la media de los países europeos. Eso sería una campaña diseñada para personas que quieren ser tratadas como actores racionales y responsables, y eso es exactamente lo contrario de la lógica a la que nos empujan los tiempos.

No deberíamos rendirnos tan fácilmente antes de dar por perdida la calidad de nuestro debate democrático. Deberíamos al menos resistir un poco. Una sensación, una emoción o un comentario más o menos ingenioso sobre un asunto concreto de nuestra realidad política o social no debería valer más que un dato oficial o un informe de la Unión Europea, de la ONU o de una institución contrastada.

No se trata de discutir a qué partido favorecería semejante campaña basada en la razón, en los datos y en los argumentos. Se trata de que favorecería la calidad democrática de nuestro país, favorecería el conocimiento, la educación y el diálogo racional. Favorecería la convivencia.