es tendencia. Me gustaría tener uno para unirme a las protestas de los baserritarras a partir del 1 de marzo, contra las medidas impuestas al sector desde un cómodo despacho de Bruselas. Un centenar de jóvenes, incapaces de controlar su enfado durante dos semanas más, se manifestaron el lunes en Donostia y fueron atendidos por la diputada general. Y volverán a hacerlo el mes que viene. Me preocupó cuando alguno dijo: “No nos representan”, en referencia a las organizaciones agrarias, expresión que ya hemos oído antes y sabemos lo mal que acaba. Peligroso.

Tengo la rara habilidad de caer siempre en el grupo de los perdedores, de los que son sacrificados por el sistema para beneficio de la mayoría, como es el caso del sector primario europeo desde el primer momento.

Lo resumía la pancarta que enarbolaba un tractor en Morella: Queremos que nos gobiernen ingenieros agrónomos y veterinarios, no abogados. Y yo añadiría: y que vivan y sientan el sector. Con las botas puestas.

Cada día nos levantamos en un mundo sostenido por el esfuerzo silencioso de quienes trabajan la tierra y velan por el bienestar de los animales. La agricultura y la ganadería son más que sectores de nuestra economía, son el esfuerzo incansable que garantiza que nuestras mesas nunca estén vacías, nuestras tierras sigan siendo fértiles y productivas y nuestros paisajes sean los que son.

El sector primario –en su conjunto agricultores, ganaderos, silvicultores y pescadores– constituye el primer eslabón de la cadena alimentaria, proporcionándonos alimentos sanos, seguros y de calidad. Y para ello es preciso lograr la sostenibilidad económica y ambiental de la actividad agropecuaria desde una visión amplia que aúne sanidad animal, seguridad alimentaria y salud pública. Una única salud.

Todo eso cuesta dinero. Público y privado. Y para mantenerlo, menos aplausos espontáneos al paso de los tractores por el centro urbano, como si de un desfile carnavalesco se tratara, y más apoyo directo del consumidor, pero sostenido en el tiempo, comprando productos kilómetro 0 de verdad: ahora se pueden adquirir, incluso por Internet, porque ofrecen calidad, cercanía con el productor, menor huella de carbono y, sobre todo, rentabilidad social, haciendo país. Ya saben a lo que me refiero, aunque puedan parecer un poco más caros que esas legumbres –garbanzos, lentejas y alubias– de México, soja de Estados Unidos, naranjas brasileñas o sudafricanas, miel china o argentina, leche francesa, carne polaca o fruta del Cono Sur, espárragos de Perú o China, corderos o queso neozelandeses, vainas y tomates marroquíes o turcos, plátanos de Costa Rica y Francia, y patatas francesas, de los Países Bajos o de Portugal, cuyos orígenes se disimulan u omiten en el etiquetado.

Ecologistas y animalistas consiguieron que unos políticos sin criterio aprobaran normativas sobre bienestar y protección animal imposibles de cumplir y enfrentadas a la realidad que, de momento, suponen un sobrecoste a nuestros productos, que compiten en inferioridad de condiciones con otros, de terceros países, que carecen de esas normativas.

Con los fertilizantes y los pesticidas ocurre lo mismo y transigimos con los fitosanitarios tóxicos que llevan en la piel frutas, legumbres y verduras foráneas, para no molestar al vecino alauita, no sea que nos envíe otra oleada de inmigrantes porque, además, no existen voluntad política ni capacidad de respuesta –técnicos y laboratorios– en la Administración central para controlarlos en las aduanas.

La Ley de Medidas para Mejorar la Cadena Alimentaria, de diciembre de 2021, que se aprobó entre chinchines y alharacas varias, para lograr, entre otras cosas, unos precios más justos para todos los operadores, en particular los que ocupan una posición negociadora más débil, es otro brindis al sol.

Negar la mayor Siempre. Cualquier infidelidad, cualquier acto inconveniente. Hay que echar la culpa al subteniente maestro armero. Sacudirse la responsabilidad. No importa el argumento que se utilice. El que ignore el procedimiento que le copie a Isabel Ayuso y, si le parece demasiado zafia y ordinaria, normal, que aprenda de la exquisita Úrsula von der Leyen, la encantadora emperatriz de Europa.

Úrsula vuelve a echar balones fuera para no asumir la gran responsabilidad que tiene en la crisis de los agricultores europeos. Ha dicho, sin bajar la mirada, que los culpables de todo son el cambio climático y Rusia. Como si las directrices agrícolas de la Unión Europea las hubiese decretado el anticiclón de las Azores y como si Putin hubiese cambiado la inclinación del eje de rotación de la Tierra y, con ello, el tiempo, para incordiar a los agricultores europeos. Es decir, la crisis del campo europeo no deriva de las normas que salen de los burócratas de Bruselas, como creen los agricultores, sino de factores ajenos a la brillante gestión de Úrsula, Borrell y Charles.

Lamenta Úrsula que “los agricultores sienten el impacto de la guerra rusa: la inflación, el aumento del coste de la energía y los fertilizantes”. Como si la inflación, el aumento del coste de la energía y de los fertilizantes no fuesen consecuencia directísima de las geniales sanciones impuestas a Rusia por la Unión Europea que iban a doblegar al sátrapa en unas semanas y que, en realidad, le han supuesto la apertura de nuevos mercados y un incremento de su cuenta de resultados, mientras que nosotros somos más dependientes, todavía, de los Estados Unidos el mayor productor de energía, pesticidas, fertilizantes y alimentos del mundo.

En todo caso, lo malo no es que Úrsula utilice argumentos absurdos con vergonzosa desfachatez y su maquillada cara dura; lo realmente peligroso y lamentable es que la mayor parte de los europeos se los creen. Siguen tomándonos por tontitos. Es lo que hay.

hoy domingo Habas con guisantes. Lenguado al horno, patatitas panadera. Torrijas. Agua del Añarbe gran reserva hidrológica. Café y petit fours. l