Inicios de la pesca

La versión más aceptada, hasta hoy, sitúa los asentamientos urbanos como una consecuencia de la aparición de la agricultura en el Mesolítico, hace unos 10.000 años, cuando el humano deja de ser nómada. Ahora, un equipo de investigadores hispano-ruso ha encontrado un conjunto de artes pesqueras de hace 7.000 años en un poblado de pescadores a orillas del río Dubná al norte de Moscú. También aparecen restos de caza (alce, castor y perro) en una zona a la que los cultivos llegaron hace 3.000 años.

Aquellos humanos salían a pescar confiando en su suerte. Lo mismo que hacen nuestros pescadores en la actualidad y, aunque ahora dispongan de sofisticados aparatos para localizar el cardumen, siguen dependiendo, en gran medida, del azar, al contrario que en la agricultura y en la ganadería.

Atún de piscifactoría

Los japoneses hace cuarenta años que desarrollaron la técnica que mantienen en secreto, custodiado por un ejército de samuráis.

En Europa, los murcianos son pioneros. Hasta ahora, el proceso se limitaba a la captura de ejemplares adultos en la mar, mediante la técnica del cerco y su traslado a las jaulas flotantes, “granjas de engrase” donde se les alimenta con pescados azules como la sardina o el chicharro y, cuando alcanzan el peso óptimo, se les sacrifica rápidamente para evitar la formación de lactato en el músculo y conseguir una carne de mayor calidad.

Hace unos días, un reportaje televisivo nos informaba que en el Centro Oceanográfico de Murcia han conseguido controlar el ciclo completo de tan fenomenal atleta y depredador y cultivan las larvas con un elevado porcentaje de éxito, lo que nos garantizará la presencia de este pescado en el mercado, con menos metales pesados, cuando hayan conseguido agotar los caladeros, como a punto estuvieron de hacerlo con el bacalao, en las costas canadienses y ahora se empeñan con la merluza.

A la nómina del salmón, la trucha, las lubinas, doradas, rodaballos y langostinos, se añadirán ahora los atunes. Sin embargo, la merluza y el bacalao se resisten a su cría en cautividad. Algunos dirán que el sabor no es igual que el de los pescados salvajes. Deberemos acostumbrarnos.

Tres son las ventajas del pescado de piscifactoría: la disponibilidad durante todo el año, la estabilidad de los precios y la ausencia de los anisakis, en el supuesto de que se les alimente con pienso. De hecho, los criadores de pescados de cultivo reclaman de las instancias gubernamentales que se declare a sus productos “libres de anisakis” y, en consecuencia, exentos de la congelación previa en el caso de su consumo crudo o poco hecho. Salvando las distancias, es lo que ocurre con la presencia de las triquinas en la carne de cerdo, que ha desaparecido en los animales criados en granjas por el control de la higiene y la alimentación. Los casos positivos son de animales criados al aire libre, en la montanera y, sobre todo, de jabalíes, con altísimos porcentajes.

Es el anisakis el que está forzando al alza el precio de la merluza. Presente masivamente en las de arrastre, capturadas en Irlanda y un poco menos en las procedentes de Escocia. Su presencia obliga a los barcos a desplazarse cada vez más al norte, ahora a aguas noruegas, con menos presencia del parásito, para capturar el pescado a volanta, con el lógico encarecimiento del precio final del producto que, descargado y vendido en Dinamarca, llega a nuestros mercados por carretera. Volvemos a aquellos tiempos en los que si un pobre comía merluza, era porque uno de los dos estaba malo.

De unos meses a esta parte, venimos observando en los mostradores de las pescaderías la oferta de colas de merluza que algunos consumidores bienintencionados, deducirán que, con esa presentación, se obvia su presencia y se ofrece mayor garantía sanitaria. Es cierto, pero no es el motivo real.

La decapitación, que se efectúa a bordo, obedece a una artimaña relacionada con la “letra pequeña” del acuerdo sobre el reparto de las cuotas pesqueras de la UE, que considera a esas colas como fracción desechable de las capturas, morralla, como esas otras especies no deseadas que, junto con las vísceras, se arrojan por la borda muertas y sirven para la perpetuar la reinfestación por anisakis de otros peces. Son actuaciones piratas imposibles de controlar, por mucha legislación medioambiental que exista, ni en tierra, por falta de voluntad política y recursos, ni mucho menos, en la mar.

Lo dijo el poeta norteamericano John Gosfrey Saxe (1816-1887), aunque se atribuye la frase al canciller Bismarck: “Las leyes, como las salchichas, dejan de inspirar respeto a medida que sabes cómo están hechas”. Pues en este caso, lo mismo.

Hoy domingo

No está previsto un almuerzo al uso. Me encuentro de viaje. Regreso de Ourense. Una bonita ciudad termal a la que no es fácil acceder en transporte público. Nueve horas y pico programadas, más las de propina, en el Shanghái, un tren de mediados del pasado siglo, coetáneo de la página web de Renfe. Sólo para fanáticos del ferrocarril. No es mi caso. Repito la combinación tierra-aire de hace un par de días. Un tren me acerca a Santiago y desde allí, en bus, me desplazo a la terminal para que el avión me traiga a Loiu y en bus a Donostia. Desde nuestra cochambrosa estación de autobuses, a casa. No les quito ningún mérito, ni al vitoriano Manuel Iradier, ni al galés Henry Stanley ni al escocés David Livingstone, pero nadie me negará que esto también tiene su enjundia. Supongo.

En la Ciudad de las Burgas he participado en el XXVIII Congreso de Historia de la Veterinaria que, bajo el lema genérico Cruzando puentes: Del Uro a Prado Lameiro, ha organizado la Asociación Gallega de la especialidad y en la que, lo digo con indisimulado orgullo, a propuesta de mis colegas vascos, me han distinguido con el Quirón de Oro, máximo galardón que otorga anualmente la Asociación Española de Historia de la Veterinaria. Ayer cenamos bien y abundante. Hoy, para controlar el ácido úrico, bocata y caña.