No era afrodescendiente, tal y como la doctrina políticamente correcta establece para referirnos a la ciudadanía de color, sin estigmatizarla. Era blanquito. Donostiarra, joxemaritarra. Es decir, cristianizado en la pila bautismal de la basílica menor –por breve pontificio o rescripto de 31 de mayo de 1973– de Santa María del Coro, restaurada a partir de 1743 de los daños que le produjo la explosión del polvorín del Castillo de la Mota de 1688, a costa de la Compañía Guipuzcoana de Caracas, que importaba cacao y transportaba negros. Y ahí lo dejamos.

No entraba exactamente en las funciones que figuraban en su “descripción del puesto de trabajo”, como técnicamente se denomina, pero, por su posición en el organigrama y, sobre todo por su vergüenza torera, contestaba interpelaciones y redactaba discursos o artículos para un periódico con la firma de alguno de sus jefes porque con la suya no se los publicarían.

Las respuestas a las preguntas e interpelaciones procuraba trufarlas con algunas referencias a modo de maquiavélico veneno florentino, como si de un duelo literario se tratara, sustituyendo el florete por la escueta contestación, consciente de que no servían para nada, porque a nadie le importaban. Eran mero trámite. Un pasatiempo a modo de juego floral.

En muchas ocasiones, el político opositor formulaba alguna pregunta de rabiosa actualidad con la única finalidad de tener reflejo en los medios de comunicación al día siguiente. Cumplido el objetivo, la respuesta del edil del equipo de gobierno en la comisión, que se demoraba varias semanas, le importaba un pito. Además, el tiempo transcurrido había hecho decaer el interés por el tema. Las medusas, el chapapote, los plásticos en las playas, la gripe aviar, las palomas, los gatos ferales, las vitrinas de los pintxos, los anisakis, las ratas, los chinches y otras plagas o las vacas locas y la cementera de Añorga. Escribir sobre estos temas era fácil y asaz divertido. Incluso relajante.

La cosa se complicaba un poco cuanto más se alejaba de sus conocimientos profesionales: un curso de mindfulness, fuentes alternativas de energía o un simposio de herpetología. En esos casos, se procuraba información actualizada a partir de libros o revistas especializadas, disponibles en la biblioteca universitaria, a la que accedía con la colaboración de un amigo profesor para tomar algunos apuntes y poder desarrollar los temas con el mayor rigor científico.

No acostumbraba a asistir a la lectura de las intervenciones para no poner nervioso al sujeto que, como propio, expondría el texto y, sobre todo, por no sufrir comprobando cómo las destrozaba, porque no se había tomado la molestia de leerlo previamente y, llegado el momento, lo hacía con evidente torpeza, sin sentido, provocando el cansancio, el desconcierto e incluso la hilaridad de los asistentes, como, en ocasiones, los corresponsales de los desinformativos de la televisión pública.

Sólo recordaba un caso excepcional. Una bienvenida a un colectivo que nos visitaba con motivo de un congreso. El discursero, hombre inteligente a la par que modesto, cualidades ambas extrañas en el medio político, con la debida antelación leyó el texto en su presencia, en voz alta, un par de ocasiones y fue adaptándolo a su lenguaje habitual, modificando algunas palabras. Recuerdo una de ellas, “bonhomía”, que confesó no haberla dicho ni oído jamás y desconocer su significado, que cambió por “sencillez”, así, hasta hacer suyo el relato. Además, tomaba sus notas para conseguir la entonación adecuada. La salutación resultó exitosa y fue muy aplaudido. Él, desde un rincón de la sala, se sintió tan satisfecho como debe sentirse un autor teatral cuando discretamente, desde la última fila del patio de butacas, asiste a una brillante representación. Por falta de imaginación, que no sea.

Otras veces eran reuniones participativas con vecinos y asociaciones, a quienes el político de turno había prometido formalmente su asistencia, para comunicar minutos antes del inicio, como era de esperar, que un compromiso político ineludible le mantenía fuera de la ciudad, protagonizando una inaudita espantá al estilo de las de Curro Romero en la Maestranza sevillana o la de Cagancho en Almagro, dejándole solo ante el peligro.

Un ejemplo eran los alimentos transgénicos, puro marketing de ciertas organizaciones ecologistas y políticas que, pasados veinte años, han comprobado que ni ha subido el número de enfermos de cáncer ni ha llegado el apocalipsis. Touché. Otro, las terribles consecuencias de la incineradora, para nosotros y las generaciones venideras por los siglos de los siglos, debido a la emisión de dioxinas y furanos, con las que nos amenazaban aquellos profesores universitarios –uno de Geología y el otro de Historia–, hasta que, por la falta de argumentos, perdían las formas. Touché.

A veces redactaba también, por encargo de amigos, crónicas sociales de cenas o inauguraciones. Citaba a los asistentes, salvo solicitud expresa en contrario, que de todo había. Elogiaba la decoración del local, los loables fines de la institución anfitriona, describía el menú y alababa a los cocineros. Magnificaba la simpatía y generosidad de los organizadores, sin llegar a ser empalagoso u hortera. Era divertido, aunque, en ocasiones, le obligara a modificar sus rutinas.

De estas intervenciones no guarda copia en su archivo personal por discreción caballeresca. Como si de un vicio oculto y pernicioso se tratara, evitaba comentar su actividad como negro que, en la decimoséptima acepción del diccionario, se define como “Persona que trabaja anónimamente, para lucimiento y provecho de otro, especialmente en trabajos literarios”. Zumbón, “con tendencia a hablar o escribir de manera burlesca o irónica”.

Hoy domingo

Hongos plancha. Escalope a la milanesa con pimientos del piquillo y ensalada. Fresas. Tinto Monte Real Gran Reserva 2012. Agua del Añarbe. Café. Petit fours. l