esde mediados de los años 90 del pasado siglo vienen celebrándose las Cumbres de las Américas, que reúnen con una periodicidad trienal/cuatrienal a los jefes de Estado y de Gobierno de los países de las Américas, de acuerdo con la propia denominación adoptada por los participantes en estas cumbres interamericanas. La primera tuvo lugar en Miami (Florida) en 1994, siendo su anfitrión el entonces Presidente de EEUU, Bill Clinton, a la que siguieron a lo largo de las casi tres décadas transcurridas desde entonces otras ocho más en diversos países de América del Sur, del Norte, de Centroamérica y del Caribe, hasta llegar a la actual -la IX- que acaba de tener lugar entre el 6 y el 10 de este mes en Los Ángeles.

No es casual la época de su nacimiento -la última década del siglo pasado- ya que es en ese periodo cuando cambia por completo el escenario internacional tras la desaparición de la URSS, lo que dejaba a los EEUU como la única superpotencia mundial. En este nuevo marco a escala global, se dan las condiciones más propicias para que la Casa Blanca, ya sin rival que le haga sombra (China todavía no ha emergido con la fuerza que lo hará en las dos primeras décadas de este siglo), trate de perfilar de acuerdo con sus intereses el nuevo orden en las Américas, su área de influencia natural (o si se prefiere, en términos más pedestres pero muy gráficos, su patio trasero). A ello contribuía también la desaparición de las guerrillas latinoamericanas, que en las décadas anteriores habían tenido una actividad importante, lo que facilitaba la realización periódica de estos encuentros interamericanos.

Las Cumbres de las Américas tienen una característica distintiva en relación con otros foros en los que se dan cita los mandatarios americanos, como es que, en principio, reúne a los máximos representantes de todos los Estados (aunque sobre esto es preciso hacer algunas puntualizaciones como se expone a continuación) de las Américas. Antes de seguir, hay que decir que si bien, en principio, es un foro que acoge (o, al menos, esa es su pretensión fundacional) a los máximos representantes de todos los países de las Américas, sin embargo, no ha sido así, ya que las exclusiones y los vetos, siempre en una dirección, han sido la práctica habitual desde el primer momento y a lo largo de las sucesivas cumbres hasta la actual, en la que se ha convertido en uno de los principales problemas, aun antes de iniciar sus sesiones.

Ha sido precisamente esta cuestión de los países participantes (o, para ser más exactos, de los no-participantes) la que ha centrado las discusiones, antes incluso del inicio de la cumbre. La cuestión ha quedado finalmente zanjada con la decisión unilateral del anfitrión de la cumbre de vetar la presencia de tres países: Nicaragua, Venezuela y Cuba (país este último que había participado en la anterior cumbre de Lima (2018) y los dos primeros en las anteriores). La razón esgrimida para ello ha sido la de no reunir las condiciones democráticas exigibles para poder participar en una cumbre en la que solo se admite la presencia de representantes de países democráticos. Curiosamente esta posición por parte de la Administración Biden coexiste con el reciente anuncio de la Casa Blanca de la próxima gira del Presidente norteamericano por Arabia Saudí (y otros países de la zona), paradigma como es sabido de la democracia parlamentaria y del respeto a los derechos humanos. Como era previsible (además, así se había anunciado de forma reiterada y expresa previamente) estos vetos excluyentes han provocado que algunos países hayan renunciado a enviar a sus máximos representantes a la cumbre (que es de jefes de Estado y de Gobierno). Tanto el presidente mexicano, ?A. M. López Obrador, como la hondureña, Xiomara Castro, han manifestado su rechazo a los vetos y su decisión de no asistir. Tampoco han asistido los presidentes guatemalteco y salvadoreño, precisamente, todos ellos, los más afectados por uno de los temas clave a tratar en la cumbre, como es el de las migraciones. No ha asistido, tampoco, Luis Arce, presidente de Bolivia, país que sufrió un golpe de Estado, de triunfo efímero (2019), en el que tuvo un protagonismo destacado nada menos que el Secretario General de la OEA, Luis Almagro, entidad organizadora de esta cumbre. Por su parte, el presidente argentino, Alberto Fernández, además de manifestar una posición muy crítica, acudió en calidad de representante de la Celac (Comunidad de Estados de Latino América y el Caribe), cuya Presidencia ostenta temporalmente. En definitiva, no puede decirse que la representatividad de los asistentes al encuentro de Los Ángeles haya sido la más apropiada en la Cumbre de las Américas

En estas condiciones, resulta más que dudoso que puedan alcanzarse acuerdos operativos sobre las cuestiones que afectan de forma decisiva, aunque no por igual, a los pueblos situados al norte y al sur del Río Grande/Bravo (que marca la frontera de EEUU con el resto del continente americano). Entre ellas, quizá las más importantes, las relativas a la sutura de la profunda brecha entre las Américas, lo que constituye el mayor problema, crónico y enquistado de forma endémica en las relaciones entre los países del norte y el sur del continente americano. En este sentido, el plan anunciado de Asociación de las Américas para la Prosperidad Económica, propuesta estrella de la cumbre, difícilmente puede contribuir a ese objetivo, sin duda la cuestión clave en las relaciones interamericanas. Se trata, en síntesis, de una nueva versión actualizada del ALCA (Area de Libre Comercio de las Américas), impulsada y apadrinada por USA en las primeras cumbres y enterrada en la cumbre del Río del Plata (Argentina, 2005), que tiene un indudable interés para su promotor y principal beneficiario pero que difícilmente puede contribuir al reequilibrio de las relaciones norte-sur interamericanas, como demandan los paises latinoamericanos, Y ello, aunque vaya acompañada en esta ocasión del anuncio de una remodelación del BID (Banco Interamericano de Desarrollo) para la financiación de los proyectos.

Las migraciones ha sido el otro tema central objeto de la cumbre, aunque como ya se ha indicado con la ausencia de los máximos representantes de los países claves en este asunto: México y el triángulo centroamericano ?-Guatemala, Honduras y el Salvador-, lo que resta efectividad a lo acordado en la Declaración sobre este tema. De todas formas, sirva como muestra indicativa de las proporciones de este problema el hecho de que mientras estaba reunida la cumbre en Los Ángeles (California), tratando sobre este tema, en el Estado mexicano de Chiapas, limítrofe con Guatemala, partía una caravana de migrantes de 15.000 personas hacia EE.UU. Según datos proporcionados por la Oficina de Aduanas y Protección de Fronteras de EEUU, en este último año se han detectado más de 1,7 millones de sin papeles en el área fronteriza mexicana. Por su parte, el último Informe del Gobierno mexicano registra un incremento del 89% interanual en el número de migrantes. Son datos que dan cuenta de la magnitud del problema de la inmigración, que siempre ha tenido y tendrá una componente alegal y cuya gestión, que es preciso acometer con medias realistas, no tiene nada que ver con las proclamas declarativas sobre el orden legal migratorio.

Tras la época Trump, que ni siquiera se dignó a hacer acto de presencia en la anterior cumbre (Lima, 2018), esta se presentaba como una oportunidad para poder establecer las bases de unas relaciones de cooperación equitativa entre las Américas, lo que hubiese requerido una actitud muy distinta por parte de los organizadores de esta cumbre en Los Ángeles. Si bien los resultados de las cumbres interestatales, sobre todo si son tan amplias como las de las Américas, hay que valorarlos no tanto por las proclamas que se hacen en ellas, que siempre son autolaudatorias, como por las medidas que se implementan tras ellas y por los nuevos escenarios que abren para poder actuar en condiciones más favorables, el balance que arroja las sesiones de los pasados días (6-10 junio) en Los Ángeles no proporcionan muchos motivos para poder ser optimista. Mas bien da la impresión de que se ha perdido una oportunidad, una vez más, para abordar y trabajar conjuntamente en los problemas comunes, que no faltan, de los países que integran las Américas. l

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