uando aquel joven Emilio Silva se planteó en otoño de 2000 sacar los restos de su abuelo de la fosa común en la que llevaba enterrado desde la guerra del 36 junto con otros doce fusilados, muchos fruncimos el ceño sorprendidos y nos preguntamos cómo no se había hecho hasta ese momento algo tan vital, justo y necesario. Estos días, a cuenta de la tramitación de la nueva Ley de Memoria Democrática, ha salido a la escena política la posible derogación de algunos puntos de la Ley de Amnistía de 1977, planteada por ERC como condición para dar su apoyo a la nueva ley de memorística. Muchos, otra vez, nos volvemos a preguntar: ¿por qué sabiendo como sabíamos que la citada ley estaba amparando crímenes considerados imprescriptibles e inamnistiables cometidos en el contexto de la guerra y el franquismo, no hemos exigido antes su derogación? Dejando a un lado lo estrictamente jurídico, me voy a acercar al tema desde un punto de vista de la Memoria y de la experiencia en el trabajo de campo, porque los principios de Verdad, Justicia, Reparación y Garantías de no repetición a aplicar a los pasados violentos con vulneraciones de derechos humanos, o se plantean desde una mirada holística y multidisciplinar, o no se entiende nada.

En los trabajos desarrollados desde aquella primera exhumación científica del año 2000 en materia de memoria histórica y recuperación de los restos de los desaparecidos de las fosas comunes, partiendo del extenso bagaje que nos aportó todo el proceso de Memoria del Holocausto, nos hemos ido retroalimentado de conocimiento con otras experiencias como las llevadas a cabo en Latinoamérica. En los protocolos que establecimos al inicio de los trabajos desde cada una de las disciplinas implicadas en las diferentes fases de la investigación de los fusilados y desaparecidos, aunque seguían un escrupuloso procedimiento de cara a una posible intervención judicial posterior, nunca nos preguntamos por los autores de los hechos. Toda la recopilación de información y datos se basaban en las víctimas, en dar con su paradero, en contar con todos los detalles posibles de cara a su identificación tras exhumarlos y también en construir su memoria. Incluso cuando se presentaba la posibilidad de establecer una línea que desentramase la autoría de los crímenes -en algún caso ocurrió- renunciábamos a ello por no ser objeto de las investigaciones en curso y para no desviar recursos ni emplear el limitado tiempo -por la urgencia biológica- con que contábamos, en otra cosa que no fuera el objetivo principal: las víctimas. ¿Error?: en aquel momento lo demandado era atender la necesidad que los familiares de los represaliados tenían de purgar el trauma que habían vivido en sus hogares de manera privada, y esto solo era posible hacerlo a través de un minucioso trabajo de atención y socialización de su memoria. Nadie preguntaba por los victimarios.

Las diferentes experiencias en otras tantas partes del mundo nos han demostrado que por mucha intencionalidad o instrumentalización política del pasado que se pretenda, la Memoria Traumática es un fenómeno necesario e inevitable, pero necesita su tiempo, su momento, y requiere de la confluencia de diferentes variables de tipo social, político, jurídico, psicológico, cultural... Porque tras una etapa marcada por la violencia política en donde se vulneran los derechos humanos y hay víctimas, pasado un tiempo ¿de maduración?, de manera inexorable el trauma irrumpirá en la memoria y provocará un proceso de socialización en que, tarde o temprano, gran parte de la sociedad tomará conciencia de lo ocurrido empatizando con las víctimas.

El Holocausto y la experiencia argentina habían demostrado que para resolver los problemas derivados de un pasado violento no era suficiente la Justicia por sí sola, junto a ella se requiere de la presencia de una memoria traumática con su consiguiente socialización y una importante carga empática de la sociedad que ayude a sanar las heridas. La tragedia de la Shoah tuvo que esperar más de 30 años para establecer una conexión empática con las víctimas, ni el conocimiento de los hechos, ni Núremberg, ni los juicios posteriores a los criminales fueron suficientes, hasta que no se produjo una efectiva socialización del trauma y la consiguiente comunicación entre la sociedad y las víctimas no hubo tal reconexión. La participación de la industria cultural jugó un papel importante. Centenares de obras literarias biográficas de las víctimas aguardaron durante décadas hasta ser atendidas y, no siempre entendidas, tal es el caso ejemplar de Primo Levi. En la obra de este sobreviviente de Auschwitz está la clave de esa imposibilidad de conexión con lo experimentado y, en consecuencia, la respuesta a su suicidio y el de muchos de sus contemporáneos de tragedia. Su obra debiera ser obligatoria en la Enseñanza.

El caso de Argentina también es paradigmático. El nuevo gobierno elegido en las urnas en 1983, tras siete años de represión ejercida por una férrea dictadura militar, puso en marcha un proceso de revisión del pasado a través de una Comisión de la Verdad. El resultado de las pesquisas quedó recogido en un informe de 50.000 páginas conocido como Nunca Más en el que se daba cuenta de las atrocidades cometidas por los militares: secuestros, torturas, ejecuciones, desapariciones... al amparo del denominado "Proceso de Reorganización Nacional". En las investigaciones se hallaron pruebas acusatorias para juzgar a los culpables, se señaló a ejecutores con nombres y apellidos, se aportaron abundantes documentos para llevar a cabo una reconstrucción histórica de lo sucedido, se arrojaron datos reveladores de la macabra represión ejercida destapando la naturaleza criminal de las acciones de las juntas militares. Se abrieron procesos judiciales que llevaron a la cárcel a algunos de los responsables, aunque pronto quedaron exculpados con las leyes de Punto Final y Obediencia Debida aprobadas pocos años después. El empuje de la sociedad civil, la persistencia en las reivindicaciones de justicia y el trabajo de la Memoria derivó en la anulación de las citadas leyes en 2003.

Al igual que en las otras experiencias que nos preceden, quizás en España se ha superado ese tiempo de maduración y ha llegado el momento, ahora sí, de dar un paso más en abordar los asuntos pendientes con el pasado. Y si es inviable derogar la Ley de Amnistía porque los autores de los crímenes ya han muerto, entonces lo pertinente sea hacer justicia histórica complementando la memoria de las víctimas con la de sus verdugos, poner nombre y apellidos a los perpetradores al lado del relato de cada uno de los crímenes cometidos. La Memoria, ya lo advertía el profesor Reyes Mate, no termina hasta saldar la justicia y, el desaparecido, planea sobre la sociedad como un fantasma que exige justicia. Periodista y Doctor en Comunicación Social