os griegos llaman "planetarca" -gobernante del mundo- al presidente de los Estados Unidos. El planetarca Donald Trump no es que se va, es que lo echan. Lo echan los votos de los electores, su atronador complejo de superioridad, su dudosa salud mental y su falta de dignidad. Tuvo su momento de gloria cuando mejoró de forma notable la situación económica estadounidense y el resto fue desabrimiento y amargura. Deja un país dividido con una dura tarea de recomposición y un liderazgo mundial cuestionado por China, que ya no es una potencia emergente sino una potencia presente. El "siglo americano" que comenzó tras el final de la Segunda Guerra Mundial (1945) quizás no llegue a completarse y antes de veinte años Estados Unidos será una de entre las tres potencias mundiales si la Unión Europea se hace merecedora de un lugar propio en el juego político planetario; China ya dispone de asiento propio.

He dicho gobernante del mundo, no emperador. Nunca me ha gustado la definición de Estados Unidos como un moderno imperio romano. Porque, vamos a ver, ¿en qué se parecen Roma y Estados Unidos? ¿Y de qué Roma estamos hablando? ¿De la de César? ¿De la de Constantino? Trump no trató de emular a ningún emperador. En sus cuatro años como presidente no inició ninguna guerra ofensiva en reclamación o defensa de conquistas territoriales. De hecho, no inició guerra alguna, siendo junto al presidente Carter los únicos que pueden hacer gala de ese mérito en los últimos decenios. También es cierto que no encontró un enemigo dispuesto a pagar lo que la guerra costara; Irán jugó peligrosamente con guerras subcontratadas en Oriente Medio pero abandonó el tablero tras comprobar que nada sacaba en claro.

Trump proclamó que su misión política era la defensa de la soberanía nacional tanto en lo económico como en el trato con los demás países del mundo. Pero lo que entendía como soberanía nacional comenzaba por enaltecer los ánimos de sus seguidores contra los "malos patriotas", o directamente "traidores", promover intrigas y disensiones en el mundo árabe, denunciar y retirar la firma de los tratados antinucleares o medioambientales y poner al mundo en situación de tensa espera ante sus nuevas ocurrencias. Lo que demuestra cómo la defensa de una causa legal se puede hacer moralmente intolerable. En eso, Trump se acercó peligrosamente al fascismo de Hitler, quien también proclamaba defender la soberanía nacional rompiendo tratados y alterando el sistema político internacional. Pero, insisto, Trump no inició ninguna guerra abierta, aunque de hecho no lo necesitaba pues en el siglo en que vivimos y si de países ricos se trata las guerras son comerciales, diplomáticas o tecnológicas. Y lo que marca la diferencia entre países respetables es precisamente el respeto o no de las leyes internacionales, que Trump incumplía cuando no le convenían.

El legado político de Trump es inquietante y peligroso porque para alcanzar el poder, como muchos autoritarios, se disfrazó de libertario y revolucionario, agitando a las masas contra la política institucional y "elitista" de Washington. Él precisamente, rico y elitista, lo que no debería de extrañarnos pues siguiendo las paradojas de las revoluciones suelen ser los prósperos y no la masa oprimida quienes encabezan los alzamientos. Hoy, el rico metido a revolucionario necesita antes de nada ser conocido, pues en la sociedad del espectáculo en la que vivimos la fama se ha convertido en una especie de religión, en el opio, el polvo de ángel, del líder de masas. Así que Trump, rico de cuna, empezó a participar en concursos televisivos. Tal cual. También necesitaba a su lado una mujer bandera. Y, como monógamo sucesivo, se casó con tres mujeres, dos de ellas europeas del este, lo más exótico dentro de la raza blanca con lo que el americano medio puede fantasear. Pero de capacidad política, por no hablar ya de carisma, no tenía nada de nada. Y como a falta de pan buenas son las tortas, rellenó su falta de ideas a base de tuits, que es como contestar con un estornudo a un discurso de sus adversarios. Trump, inquisidor en las redes sociales, gran máquina de propaganda que se acciona con un solo click, se dedicó a acusar a los medios de comunicación generalistas, prensa, radio y televisión, de inventar fake news, falsedades o conspiraciones, pues así calificaba todas las noticias que consideraba negativas para él o para sus políticas. Para que tal simplicidad funcione se hace necesario envenenar la conciencia humana con los corrosivos gases de la mentira y a eso dedicó Trump sus mejores esfuerzos, sabedor de que la propaganda siempre es mentira aunque contenga pequeñas dosis de verdad, pues nada mejor para encubrir la falsedad que darle apariencia de veracidad. ¿Hillary Clinton y Nancy Pelosi son dos damas elitistas, como no se cansó de denunciar Trump? Cierto que lo son, pero no debemos olvidar sus méritos y capacidades, algo que Trump jamás reconoció. Cuando la política democrática se somete a un proceso de presidencialismo expansivo, negarse a obedecer es arriesgarse a ser tachado de enemigo de la democracia. En esa situación no hay nada peor que pedir a los subordinados la confirmación de tus propias opiniones o convicciones pues la obediencia es más poderosa que el sentido común. Así consiguió el todavía presidente una apariencia de solidez, de "pantocrátor" -soberano del todo- que fue su mayor falsedad, fake.

Está contrastado que el populismo prospera con el sufrimiento económico (la base social de Trump se encuentra en las zonas más deprimidas económicamente de EEUU), el cambio tecnológico, la desigualdad en aumento y la ausencia de guerra. A esos sectores iba dirigido el "America First". Thomas Hobbes había escrito en El Leviatán (siglo XVII) que cuando la política se basa en la interacción humana sin intermediarios degenera en un violento todos contra todos. Ese ha sido el legado de la política de Trump al abrir hostilidades sin cuartel contra los medios de comunicación generalistas y pretender hacer tabla rasa de los partidos políticos, incluido el suyo. Buscó confrontar lo que él llama pueblo con las instituciones, que es precisamente lo que estuvo a punto de ocurrir con la toma del Capitolio, de la que se distanció y condenó de modo sospechosamente repentino. La libertad intelectual ha sido uno de los elementos definitorios de la civilización occidental y muy especialmente de EEUU, donde los síntomas de atenuación de la democracia se perciben muy claramente pues es el lugar donde más ha enraizado. Trump despreciaba a base de tuits la libertad intelectual y la libertad de expresión que no fuera la suya propia. El destino oculta ante los ojos del hombre el porvenir, incluso su hora más próxima, detrás de un velo negro y tupido pero sabemos a ciencia cierta que la verdad vencerá a la mentira, como la luz acaba iluminando la oscuridad. La historia no circula marcha atrás y las teorías de la conspiración de que todo el mundo está contra Estados Unidos, empezando por el enemigo interior, han demostrado ser cosa de perdedores. Trump se verá obligado a deambular dando diente con diente entre tribunales para responder a acusaciones ante las que no dispondrá de inmunidad presidencial, pues el que se cree fuerte solo impone su voluntad a la justicia cuando no tiene enfrente rivales de igual poder y la justicia americana, que tanto se esforzó en controlar, es fuerte, como ha demostrado al desestimar todos los intentos de anulación de los resultados electorales. Donald Trump pasará a la historia como un ejemplo negativo y como una advertencia: quien dice representar al pueblo contra las instituciones solo pretende hacerse con las instituciones para representarse a sí mismo, algo que en Polonia y Hungría han puesto en marcha y llaman democracia iliberal. Deberemos estar alerta, ser ciudadano va a resultar un segundo oficio.

Abogado