igue siendo muy importante confiar en las autoridades sanitarias. Aunque no se deba conceder nunca una confianza acrítica. Durante esta epidemia se ha producido con bastante frecuencia ese fenómeno del jubilado ante el encofrado de la obra del aparcamiento, que sabe mejor que el ingeniero por dónde hay que empezar a cementar. Ha aparecido mucho advenedizo opinativo, aunque también algunas gentes legas en asuntos sanitarios que han demostrado una extraordinaria pericia para analizar los datos y las consecuencias de lo que se hace o no se hace. Pero las autoridades disponen de información más actualizada y, sobre todo, de equipos técnicos especializados que saben lo que se traen entre manos. Distingamos, no obstante, el trabajo de los departamentos de salud de los gobiernos de Navarra o el País Vasco, por ejemplo, de lo que está pasando en el Ministerio. En lo de aquí cerca pocas pegas se pueden poner. Se trabaja bien, y al frente de las decisiones hay gente que sabe, equipos de profesionales competentes y experimentados. En los predios de Sánchez, el falso doctor e Illa, el auténtico filósofo, en cambio, se está practicando una política que se acerca bastante a lo criminoso. No entienden de otra cosa que de supervivencia y han hecho de la mentira su religión. Los datos epidemiológicos se han manipulado una y mil veces, se mantiene al frente de la situación a un impresentable Simón, y el juego político ha sustituido por completo al rigor profesional debido. Incapaces de crear un comité asesor digno de tal nombre, incapaces de armonizar respuestas eficaces, incapaces siquiera de adjudicar el contrato de suministros sanitarios que se anunciara el pasado verano. Ojalá algún día sea posible esa auditoría de la gestión de esta emergencia que tanto nos ayudaría a mejorar el sistema de gobierno de la sanidad y a prevenir nuevos desastres.

Escuchamos con frecuencia decir al ministro y a otros cuantos que tal o cual decisión se toma en razón de la evidencia científica o el parecer de los expertos. Es otra mentira más. De ser así, no costaría nada emitir un simple tuit con el enlace de acceso al paper o informe correspondiente.

No hacen eso porque no existe tal evidencia, y esta no puede ser sustituida por meros comentarios en gabinetes de crisis. Se improvisa puesto que nunca nadie estudió empíricamente una situación como la actual. La evidencia científica tiene diferentes grados. En lo más alto encontraríamos aquello que se ha comprobado de manera reiterada a través de estudios específicamente diseñados, como sabemos, por ejemplo, que fumar produce enfermedades. Hay otro grado menor de evidencia que es la que obtenemos por comparación, o cuando no se ha estudiado algo con tanta extensión como se quisiera, la llamada soft evidence. Y finalmente, hay lo que podríamos denominar "sugestión de evidencia", afirmar que algo es de determinada manera porque parece plausible que lo sea. En este escalón tan primario es donde se están asentando la mayor parte de las decisiones que se nos imponen. Recordemos que hace poco llegó a haber una diatriba parlamentaria, en el mismísimo Congreso de los Diputados, sobre si la distancia de seguridad era metro y medio o dos metros. Ahí se emplearon nuestros representantes, discutiendo el asunto como si se tratara de transaccionar los porcentajes de exacción al plátano en un convenio comercial con Granadinas. Ninguno pudo aportar criterios objetivos sobre qué significaban, en términos de riesgo epidemiológico, esos 50 centímetros de diferencia. Se trataba de alcanzar un titular y presentar una pose, más estrictos unos, más benéficos otros. Deplorables todos.

Esto mismo se vuelve a repetir ahora a cuenta de qué nos piensan dejar hacer por Navidad. Que si seis convivientes, que si diez. Que si toque de queda a la una, que si a la una y media. Que si una sola unidad convivencial, que si tres. Todo es peste regulatoria, intrusión en nuestras vidas. La epidemia demanda decisiones duras del poder público para controlar su progresión hasta que al menos más de la mitad de la población esté vacunada. Pero es aborrecible que a estas alturas, con lo que se supone que ya ha tenido que interiorizar cada ciudadano, se intente regular hasta el número de comensales en la cena de Navidad. Y lo peor de todo es que algunos políticos aún creerán que nos están regalando algo, cuando apenas son benefactores de sus propias incurias.