enimos sufriendo una situación que se define por su anormalidad y por las graves consecuencias que se están derivando. La sensación inicial de temor físico se ha venido tornando en una incertidumbre que se expande de un modo quizá no tan drástico. La responsabilidad demostrada por la inmensa mayoría de la gente hasta hace bien poco está sufriendo cierta transformación y, al mismo tiempo, la aceptación de las decisiones de la autoridad competente ya no es tan unánime y la crítica se acrecienta. Mucho tienen que ver en ello las trifulcas de gallinero que protagonizan los políticos y algunas campañas furibundas en las redes sociales. Las actuaciones del poder ejecutivo y legislativo, estatal y autonómico han acumulado importantes aciertos pero también errores que trasladarán consecuencias en el ámbito del tercer poder del Estado: el judicial. El Titulo VI de la Constitución así lo denomina, si bien se configura de una manera muy especial como tal poder. Mientras que la relación entre el ejecutivo y el legislativo es directa, constante e interdependiente, el poder judicial camina al margen de los otros dos en cuanto a su actividad habitual. Depende en diversas cuestiones de los otros poderes (la designación de los miembros que lo dirigen, los medios materiales que permiten su funcionamiento, las normas que deben ser aplicadas e interpretadas, etc...) y se le atribuye la función última de su control de legalidad. Pero se rige por una característica muy específica y singular: su independencia. Principio que no viene referido a sus órganos gestores o representativos sino al quehacer jurisdiccional de cada uno de sus miembros. La definición del poder judicial como el órgano que administra la Justicia a través de jueces y magistrados independientes configura un sistema que impide que se pronuncie unánimemente, con una sola voz, en la resolución de las cuestiones legales. Cada miembro de la judicatura es autónomo en sus determinaciones y son sus resoluciones las que marcan su concreta posición, sin que represente a las demás. En esa toma de decisiones no pueden existir jerarquías, ni mandatos imperativos, ni dependencias sustentadas en la aprobación popular o la presión de los medios de comunicación. Es la Ley la que marca sus límites. Sus dos pronunciamientos no pueden ser causa de cese, movilidad o censura a sus autores (salvo por conductas tasadas contrarias a sus obligaciones éticas o profesionales). Pero los jueces y magistrados no son infalibles. Se equivocan y por eso existen procedimientos de revisión en manos de órganos también jurisdiccionales que asumen un papel esencial para dotar al sistema de cierta coherencia en la interpretación y aplicación de las normas. La seguridad jurídica es una obligación ineludible como garantía para el ciudadano, aunque en los últimos tiempos se aprecia cierto desgaste en este aspecto a causa de las reformas legislativas aprobadas. Como decimos, en un muy corto espacio de tiempo se han producido hechos cuyas consecuencias jurídicas son especialmente relevantes en su dimensión social. Las conductas desarrolladas por algunos ciudadanos por insolidaridad, desapego social o simplemente por actuaciones injustificadamente transgresoras, han provocado miles de expedientes administrativos sancionadores y acciones penales. Los jueces, magistrados y también la Fiscalía, habrán de actuar con claridad, especialmente cuando ya se está anunciando que la mayoría no acabarán en sanción, dada la articulación técnica de las normas que les dan cobertura. No cabe duda de que a nivel social los efectos de prevención general y particular que se atribuyen a las sanciones se verán reducidos enormemente ya que la consecuente impunidad de muchos actos reprochables puede ocasionar un descrédito general hacia el sistema. Los jueces y magistrados tendrán que motivar muy bien sus resoluciones en términos tales que la sociedad pueda asumirlas o criticarlas, en su caso, con pleno conocimiento. También la Justicia tendrá que ofrecer una respuesta comprensible en relación con las situaciones que han creado indefensión a las personas o en los casos en que se han producido daños o perjuicios que los ciudadanos no tenían obligación de soportar. El asunto no es menor, ni en su extensión en cuanto a número de afectados, ni en su dimensión económica, ni en lo estrictamente jurídico. En cuanto al trato dado a las personas mayores es un capítulo que se presenta en términos muy sombríos. La sociedad realmente espera que la Justicia se pronuncie sobre si se han producido sistemáticos y conscientes procesos de discriminación que pueden resultar contrarios a los derechos fundamentales de igualdad, dignidad, derecho a la vida y protección a la salud. Lo mismo ocurre con las situaciones de riesgo padecidas por el personal sanitario y el resto de agentes que han asumido tareas en la lucha contra los efectos de la pandemia (recientes resoluciones judiciales comienzan a abordar esta cuestión). Se han infectado muchos profesionales, algunos han fallecido, y esa realidad requerirá de pronunciamientos de la justicia. Se plantean temas como la relajación en materia de transparencia administrativa y control en la contratación pública y, en general, todo lo relativo al desarrollo del prolongado e inédito estado de alarma y de las medidas adoptadas en esa situación excepcional. También las medidas restrictivas de la actividad social y de ocio adoptadas una vez levantada la situación de excepcionalidad son cuestiones de la máxima importancia que la Justicia debe abordar. Casi todos los ámbitos legales están afectados: el sociolaboral, el penal, el contencioso-administrativo, el civil, el mercantil. Los poderes públicos, y el conjunto de la ciudadanía más que nunca, deberán acatar los resultados y, por ello, no puede la Justicia favorecer nuevos espacios de frustración, descreimiento y desapego por falta de explicaciones bien motivadas. Además, ello afectará a actuaciones futuras en materia legislativa y de políticas públicas. Un gran reto por delante. Cada juez y cada tribunal decidirá según las circunstancias y es muy probable que se den respuestas dispares a problemas parecidos. Pero hay que exigir que funcionen los mecanismos de coherencia y de seguridad jurídica del sistema de revisión judicial. Y habrá de hacerse con rapidez, sentido de la realidad y con aplicación de los principios rectores que configuran el Estado Social y Democrático de Derecho que la Constitución proclama en su Título I. Y esto último no es retórica, no debe tomarse como tal, sino una necesidad que a veces parece obviarse como deber jurídico.

Abogado