Y de nuevo, Carles Puigdemont. Transcurridas dos elecciones al Parlament desde que se marchó a Waterloo, los efectos que la figura del expresident provocan y pueden provocar en la política catalana a día de hoy son más o menos conocidos. Hasta noches como la del jueves, en la que se emite una alerta desde Alghero. Un viaje que estaba llamado a pasar con la misma pena o la misma gloria que los realizados a los Países Bajos, Alemania, Suiza y Francia, donde acudió a la Asamblea Nacional. Esta vez, no. ¿Por qué? Los análisis se precipitaron sin saber si Puigdemont estaba retenido o detenido. Parecía dar igual: habría extradición, el pacto ERC-JxCat en el Govern estaba KO; y el Gobierno español, que no sabía de la detención, casi desahuciado en el Congreso. En 24 horas todo lo anterior ya no era tal, pero las incógnitas quedan en el aire. Como la diferente interpretación que han hecho del mandato el Supremo, a favor de la extradición inmediata, y la Abogacía del Estado, recordando que la euroorden está suspendida. ERC y JxCat no han disentido y el terremoto no ha sido más que un amago, pero deja en evidencia que el valor de Puigdemont reside hoy, más que en su acción, en los efectos que lo que le pase puede desatar. En el Palau de la Generalitat, sí, pero también en las calles de Madrid.