icen que las niñas afganas han vuelto al colegio. Puede que sí. Pero no creo que les pongan falta si se quedan en casa. Las primeras imágenes de la normalidad talibán del Afganistán sin tropas extranjeras muestran las pobres escuelas de ese país. Y la universidad, con hombres y mujeres separados por una cortinilla, como la que se usa en las habitaciones de hospital, un símbolo cutre de la segregación de sexos. Nos asombra la violencia y la pobreza de un lugar que parece salido de una serie de ficción para los que vivimos más o menos cómodamente en Occidente. En otros países que están ahora fuera del foco, la cosa no pinta mejor. En la India, por ejemplo, nos abortan porque salimos muy caras de encasquetar. Y ahora faltan mujeres para crear parejas en muchos pueblos. Pero en Afganistán, ni rusos ni americanos han cambiado la esencia de ese país anclado en un pasado pesado y profundo, que solo podrán alterar sus propios ciudadanos, si es que algún día lo desean con fuerza. Y más que en ellos, tengo esperanza en ellas, en esas mujeres cultivadas, aunque sea solo a un lado de la cortinilla, que han salido a protestar y pedir derechos e "igualdad con los hombres" delante de sus verdugos armados. Su valentía y unión parece que será la única salida. Y sostenerlas desde el exterior.