uando era más joven sentía algo de vergüenza al comprar preservativos en las farmacias; será algo de la -falta de- educación sexual que recibió mi generación. Solía preferir las cada vez menos frecuentes máquinas de vending o los supermercados, es decir, algo más impersonal que no exigiese verbalizar nada que anticipase, al que se encontraba al otro lado del mostrador, cuáles eran mis intenciones -o mis esperanzas-. En los súper, además, cuando los profilácticos pasaban por la cinta de cobro, después de los cereales y antes del champú, solía fijar la mirada en el infinito como si la cosa no fuese conmigo. A pagar y luego al cajón, a esperar a ser usados -mucho o poco es otra historia-. La cuestión es que no pensaba yo que iba a sentir de nuevo en el estómago unas cosquillas adolescentes similares a aquellas hasta que hace unos días tuve que pedir un test de antígenos en una farmacia tras la sospecha de que había sido contacto estrecho de un posible positivo. Fue como entrar al local con la sensación de haber pecado y de que, ante tal solicitud, me iban a responder con un condescendiente: "Ay, pillín". La respuesta fue, más bien, otra: "Suerte". De haber sabido de antemano que iba a dar negativo, quizá también hubiese comprado condones.