olo podía ser así. Solo la Real podía ser quien ganara una Copa con un año de retraso, en un estadio con unas pistas de atletismo que creíamos prescritas y sin público en las gradas. Una suerte de maldición del monsieur Comet reformulada que la Real rompió. Con más facilidad de la que al viajar a Sevilla pudo parecer. El guion de la final que alguien había dejado impreso en la recepción del hotel de Sevilla le encajaba a la Real como un guante. "¡Es el papel para el que he nacido!", agradecería el Óscar cualquier actor. La parroquia realista no se lo quiso creer y optó por desconfiar y aferrarse a todos los amuletos. A las supersticiones. A objetos personales de seres queridos que ya no están entre nosotros. A la bufanda que la ama llevaba a Anoeta como forma de que viviéramos la final juntos. De que nos enteráramos del gol de Oyarzabal por el vecino antes que por la tele. De celebrar un éxito al que los menores de 35 años tienen difícil darle dimensión. Algo enorme, una gesta que genera una emoción inabarcable. Nadar en la altamar de los sentimientos. Una inmensidad que deja un eco: y ahora, ¿qué? Seguir el camino, el correcto. El año de retraso para jugar la final, las pistas y la grada vacía ya no han sido excusa idiota de nada, porque estar en el camino correcto ayuda a que la moneda caiga de cara.