a serie The one me fascina. No por su calidad, ni por sus tramas -esto ya lo contó Black Mirror-, ni por su mención tonta a una Getaria sin glamur, sino por el planteamiento determinista que hace del amor. The one habla de un presente en el que una tecnológica ha desarrollado una especie de Tinder que selecciona tu pareja perfecta mediante el ADN. El flechazo y el calentón son inmediatos; tanto, que la tasa de divorcios se dispara. Se acabó lo del ¿Estudias o trabajas? -ya estaba demodé-, lo de pensar una frase ingeniosa para iniciar la conversación tras el Match ylo de explicar que tu película favorita es una sueca, en blanco y negro y de 1957. En un mundo en el que no hay números impares para las medias naranjas, hay que olvidarse del sexo sin compromiso, del deambular o del equivocarse hasta sangrar y abrazar así la hipótesis de que una relación viene dada y no se construye a través de la cesión de las partes. Quién sabe. Escribió Ingmar Bergman -el de la peli sueca-, que lo que hace perfecto al amor es su "perfecta imperfección". Algo sabía, se casó cinco veces, tuvo no pocas amantes y la mayoría de sus nueve hijos lo odian. El caso es que el problema sigue situándose en el bombardeo de una idea a precio de Mercadona: seremos mejores juntos. La perfecta entelequia que vende bien en televisión.