ecuerdo bien el funeral de Xabier Lete hace diez años y lo hago, no solo por lo histórico del momento para un entonces jovencísimo plumilla, sino por una anécdota más personal. Había concluido mis estudios y había pasado de ser becario a tener contrato en esta misma empresa. Me tocó ir a Urnieta a cubrir la despedida de uno de los iconos de la cultura vasca. Era diciembre, hacía frío, llevaba una cazadora de lana gris un tanto moderna -creía yo- y, probablemente, barba, aunque esto puede que sea parte de la épica que le he ido añadiendo a la memoria con los años. El propio Lete había diseñado la ceremonia y elegido las canciones que se escucharon. A una de ellas no conseguíamos ponerle nombre, así que, una vez terminada la misa, me dirigí al párroco para que diese algo de lumbre al respecto. Se encontraba en medio de un grupo de gente y me indicó con brusquedad que no era el momento, que volviese cuando todo hubiese terminado. Sus formas me sorprendieron, no entendía nada. Entonces, Elixabete Perez Gaztelu, que había sido profesora mía en Deusto y que se encontraba en dicho corrillo, salió al paso y le aclaró que sí, que yo estaba pidiendo, pero no limosna, sino información. Después del funeral de Xabier Lete, jamás volví a ponerme aquella cazadora.