ualquier seguidor de la Real que se precie recordará que, para pillar un buen sitio en la grada bajo la tribuna de prensa (es un decir) de Atotxa, había que acudir con mucha antelación. El día que jugó el Barcelona de Maradona fuimos horas antes de que empezara el partido, no solo para evitar las míticas columnas del campo que restaban visibilidad, sino para ver el calentamiento. Porque ver calentar a Maradona era un espectáculo en sí mismo. Te quedabas embobado, como embobado se quedaba mi primo Joxemari viendo calentar a Arconada, otro espectáculo. Si tus padres viajaban de visita a Nueva York, te traían de regalo el New York Times ("ama, el del domingo, que es el mejor") y, si iban a Italia, regresaban con una bufanda y una camiseta del Napoli. Porque los periódicos de papel, Maradona y la Real importaban tanto como la vida misma. El Napoli, aquel Napoli (también de Careca), con una alineación que años después, ya en la universidad, Naxari Altuna nos recitaba de memoria. Maradona era una hipérbole. A nadie han pegado tantas patadas en un campo de fútbol (los defensas de los 80 no eran las madres Clarisas de hoy) y nadie ha clavado nunca (ni siquiera quien están imaginando) los tiros libres como él. Y, sí, Goiko, por aquella entrada infame, no vio ni la amarilla. Y Maradona no hubiera enviado un burofax.