i compañero Alex Zubiria se suele reír cada vez que vamos al cine y una película no me gusta; dice que salgo enrabietado como un niño porque la cinta en cuestión me ha parecido una castaña. Me pasó en el Zinemaldia con la sesión sorpresa, que resultó ser la proyección de Sportin' Life con la que Abel Ferrara nos quiso vender la moto de que había hecho la peli de la pandemia, en mayúsculas; algo que la crítica en general -a la que se sumaron, como no, los blogueros que pescan seguidores en Twitter- le compró al italiano, en la clásica estrategia de coger la ola que ya viene a favor para no quedarse fuera de la conversación de las redes sociales. Sea como sea, prefiero salir encabronado del cine con una película que no me ha gustado, a ni siquiera tener la opción a hacerlo en la época en la que distribuidoras y gobiernos parecen ir de la mano para cargarse las salas. Por motivos distintos, claro. Los primeros porque esperan que las empresas de exhibición quiebren para, en un futuro cercano, comprar las salas por dos perras. Y los segundos, porque, en su constante huida hacia adelante, dicen ahora que es muy peligroso ir al cine, sobre todo, por el pote que te tomas antes y después. Cuando me enfado con estas cosas, al compañero Zubiria no le hace tanta gracia.