rimero me desafió diciendo que estaba lleno, que le dejara en paz. Sorprendido, le hice hueco y le añadí una tarjeta de memoria la mar de molona de las que no lleno ni en veinte vidas. Pero le dio igual. A cada rato soltaba que estaba lleno, que le dejara más espacio. Le quité algunas aplicaciones absurdas que traía y otras que le puse yo pero apenas utilizaba, pero volvía con lo mismo. Al poco, y sin aplicaciones que abrir, empezó a quemar batería. Una simple llamada de tres minutos costaba un 20% de batería, una consulta de WhatsApp entre el 5% y el 7%. Ya era chulería. Así que empecé a llevar el cable para cargar la batería a todas partes. Que estoy en el curro, enchufado. Que estoy en casa, enchufado... Y me respondió flojeando la conexión, así que cargar la batería era hacer acrobacias con el cable para que encajara y cargara. Ni tan mal. Luego empezó a rechazar cables. Todos son iguales, pero unos le valían y otros ya no. Se hartó y empezó a hacer llamadas él solo al tuntún tirando de agenda o de números que ni tengo ni conozco. Flipante. Y a las semanas, el efecto contrario: no dejarme coger las llamadas ni tampoco devolver las perdidas hasta reiniciarlo, operación que costaba otros tres minutos o más. Y entonces, el otro día, mientras se cargaba en acrobacia con su cable favorito, cuando se creía que no le miraba -pero le vi-, avanzó por la mesa y se arrojó. El día que había quitado la alfombra. Y su pantalla estalló dibujando una extraña sonrisa.