Yoyes, 30 años
“yoyes, ejecutada por traidora”, berreaba una pared de ladrillo de mi barrio. Debajo, el mismo spray siniestro había dejado la apostilla: “ETA, herria zurekin”. Durante años estuvo ahí. Nadie movió un dedo para taparla. Ni desde las instituciones ni desde la presunta sociedad civil. Y no es que nos pareciera bien. En realidad, ni nos lo plateábamos. Simplemente estaba ahí, qué le íbamos a hacer. Formaba parte del paisaje, como otras tantas y tantas pintadas que mirábamos sin ver o veíamos sin mirar, quién sabe.
¿Qué nos iba o nos dejaba de ir en ello? Bastante teníamos con lo nuestro. La vida en aquellos ochenta cabrones -hoy tan dulcificados por la nostalgia de ajonjolí- era muy dura en general. Podían haber echado del curro a tu padre en esta o en aquella reconversión. Era fácil que tu hermano fuera un yonki, que tu mejor amigo hubiera muerto de una sobredosis o que al vecino del cuarto le hubieran inflado a hostias unos fulanos con o sin uniforme. Mucha policía, poca diversión, ponme otro kalimotxo.
30 años después del asesinato que dio lugar a lo que cuento, leo en un excepcional reportaje de Kike Santarén que los amigos de Yoyes hablan de su victoria póstuma. Lo cierto es que quisiera sumarme al voluntarismo y proclamar también el triunfo, pero soy incapaz. Al contrario, la suya fue una derrota humillante, un nauseabundo escarmiento. Lo prueba que el tipo que le descerrajó los dos tiros que la mataron, aparte de decir las cosas que a ella le llevaron a ser sentenciada, sea agasajado hoy como héroe en un amplísimo círculo que alcanza a los que ejercen, con un par, de apóstoles de la memoria.