La hermana del asesinado trabajó durante ocho años en el Ayuntamiento madrileño, la mitad de ellos como flamante vicealcaldesa. Y durante todo ese tiempo nadie informó de las andanzas saltimbanquis de su hermano. Nada supimos de su pertenencia al peor grupo ultra, su adhesión a la causa nazi, sus detenciones por ataques racistas, su participación en una banda dedicada al narcotráfico, sus manejos, condenas, vuelcos, alijos, en fin, una vida en el abismo que, es de suponer, causaría un inmenso dolor de cabeza y corazón a su familia. Leer sobre malditos entretiene. Padecerlos cerca es un infierno.
Resulta excepcional, en ambos sentidos de la palabra, tan rotundo y duradero mutismo siendo el kilómetro cero una fuente diaria de chismes, noticias y bobadas. Se tienen que enterar en Gabarderal de que los árboles del Retiro sufren de grafiosis y, sin embargo, sólo tras una tragedia de cine quinqui se ha revelado a España que una política importante contaba entre los suyos con un garbanzo negrísimo. A mí, ya lo digo, me parece muy loable tal silencio, pues el interés ciudadano en un mandamás no debe extenderse a su parentela.
Ahora bien, toca recordar que durante esos ocho años el periodismo capitalino, tan cauto y respetuoso, juzgó necesario dar a conocer, por ejemplo, que el padre de Puigdemont era pastelero, el cuñado de Junqueras pirotécnico y el novio de Anna Gabriel documentalista. También nos puso al corriente de que la hija de Jordi Turull estaba empadronada en una casa en Parets del Vallés de la que, “según se puede ver en Google Maps”, hace meses colgaba una senyera. He ahí una exclusiva, y no lo de Borja.