Se lo suelo preguntar a la peña apocalíptica, desde hace un mes y desde hace una década. ¿Cuántos pamploneses hicieron las maletas cuando mandaba la alcaldesa o, mejor dicho, porque mandaba la alcaldesa? ¿Cuántos las están haciendo ahora por el gobierno del alcalde? Hablo del destierro concreto, la urgente necesidad de escapar para que el día a día no se convierta en un infierno. Están exentas, pues, la fuga marital, la búsqueda del sol y la huida del tedio. Y, por supuesto, el sexilio. Me refiero al deber existencial de largarse, no al deseo individual de hacerlo. La obligada emigración no es un capricho aventurero.

Si la vida bajo el fascismo, sea vasco o español, es este manso acontecer que cubre las plazas y bares de Pamplona, habrá que inventar otra palabrota para definir al régimen de Mussolini. Nunca la creación del hombre nuevo dejó al viejo tan a su aire, tan inmutable, anclado a la misma ronda, aferrado muy tranquilo a la rutina laboral, familiar y cuadrillera. Jamás un cataclismo político, sea el de Cristina, sea el de Joseba, permitió a los locales seguir como si llueve y además atrajo a foráneos, por lo visto almas suicidas imantadas por el morbo de la catástrofe.

Viniendo de donde venimos, habiendo sufrido tan de cerca, y tan en serio, el aliento del terror y sus efectos sociales, tiene un punto ofensivo este malgasto de frívola agonía para describir el presente. Más que personas parecemos exclamaciones, y ya se agota el vocabulario para cuando de verdad lleguen los bárbaros, que sin duda llegarán. En fin, que han subido el marianito y las rabas, y yo con estos pelos.