Supongo que ya se habrán reído viendo al cruzado ebrio de alarma –¡España acaba de despertar, hijos de puta, España acaba de despertar!– y al saco de esvásticas con brazo y cerebro de playmobil. Yo soy fascista, dice el primero. ¡Yo soy nazi!, se desgañita el segundo. Menos mal que nos lo han recordado. Y, en efecto, podemos ceñirnos al modelo Gran Wyoming, y mofarnos también del patriota agónico por putodefenderEspaña, la falangista de Grease y el Capitán América en Flandes presto a conquistar Ferraz y de paso a Dulcinea. Todos son carne de meme, pero cuidado con la carcajada, ese árbol oculta un bosque gigantesco.
Por un lado, tanta caricatura sólo retrasa la necesidad de analizar el auge ultra y pensar el modo racional de combatirlo. Quizás alguien se conforme con el lema pintón y el chiste displicente, que consuelan y compactan, pero ni las bromas ni las pintadas evitarán a otra Meloni. Para eso hacen falta reflexión y argumentos. Por otro lado, las diarias bombas de humo no bastan para esquivar el debate sobre el cambalache gubernamental. Y es que, por mucho cayetano, naranjito, alatriste y gominolo que regale el guasap, nada más simple y escapista que reducir un cabreo tan extenso a pataleta de frikis.
Sin ir más lejos, a mí, que no luzco pulserita rojigualda ni cruz de Borgoña, me disgusta la venta obscena de tragaderas, y me huele a elitista y oscurillo el manejo de Bruselas. Y, claro, aun asumiendo que la política es a veces tarea de mercachifles y trujamanes, de equilibristas y camaleones, hoy siento que si dudo me llaman idiota. O búfalo del Capitolio. Y eso está feo.