Las entradas de la final de Copa, que salen a doblón, son la anécdota, y hoy hablaremos de la categoría: ¿tiene un pase ético dejarse un pastizal en comprar emociones, es justificable romper así, con una excursión sevillana costosísima, la barrera del sentido común? Lo digo porque vengo leyendo aquí y allá que está fatal semejante dispendio, muy feo “con la que está cayendo”. Como si por estos pagos cayera más que por otros y, es más, como si nunca hubiera caído como ahora.

Yo carezco de un criterio rotundo sobre la bondad del derroche, pero me resulta abusiva la diferencia entre la condena que merece el despilfarro futbolero y la absolución regalada a otros placeres nada gratuitos. ¿Acaso no es una locura lo que se dilapida en fiestas, txokos y carpas, en viajes al quinto pino sin haber pisado el primero, en conciertos míticos, en despedidas de soltero y aniversarios pantagruélicos, en montañas lejanísimas, en esa última ronda siempre sobrera, en tantísimos productos del cuerpo y del alma cuya factura jamás aprobaría un contable sensato?

Se entiende que uno prefiera quemar los ahorros en el BBK Live a hacerlo en sanfermines, y que otro elija zamparse un ochomil en vez de tostarse en Salou; y, por supuesto, es comprensible la opción contraria, que para eso están los gustos. Lo que sigo sin pillar es por qué se considera pecado toda romería balompédica si no lo son las demás, sea ver a Metallica en Murcia, a Indurain en los Alpes o a la cuadrilla en Cancún. Cualquiera pensaría que, salvo en la grada, somos eremitas frugales, atentos sin tregua al uso razonado y moral de los chines. Seguro.