Toda la vida comiéndome el coco, pero ya veis que os sirve de poco. Eso que nunca se menciona en los pésames institucionales, que se esquiva de forma activa en los medios, que apenas se numera por evitar el escándalo del resultado, eso que de sobra se sabe pero incomoda saberlo, y bastante más publicarlo, eso, sí, eso que por mucho que se trate de ocultar, diluir, disfrazar, que se intente minusvalorar, caricaturizar y, con rocoso voluntarismo o despiadado cinismo desmentir, eso, sí, eso va una noche y ocurre en la mismísima Plaza del Castillo. Varía el delito, se repite el delincuente.

¿Y ahora qué? ¿Son todo bulos, exageraciones, son todo prejuicios, falacias, son todos, somos tantos, una panda de racistas que no ve lo que ve, no padece lo que padece? Me llamarán lo que quieran, que el columnismo sin pisar callos es discurso de boda, pero al menos líbreme de un insulto: el de Capitán a Posteriori.

Vuelvo, pues, con la burra al trigo, a riesgo de que vuelvan a molernos. Existe un grave problema sociocultural muy concreto que por puro elitismo se tacha de invento cuando no afea el marco incomparable ni mancha el salón de casa –odio la expresión– de una ciudad, cuando, aun con su testarudez estadística, no logra alterar el idílico marco ideológico en el que nos sentimos personas muy comprometidas, aunque para ello se rompa el compromiso más útil, el que nos ata a la verdad, a la cruda asunción de los hechos, como primera condición para mejorar la realidad. Y es que el segundo problema es político, y así concluyo: una izquierda que prefiere no mirar ni decir será incapaz de entender y arreglar. Por desgracia, continuará.