Tiro en el pie
Voladura en la (ultra)derecha. Desparrame de testosterona. Una absurda por improcedente incitación a la rebeldía interna en Vox. De rebote, alegría contenida en el PP por tan inesperado regalo regenerador. Solo un estratega de la minúscula talla política de Santiago Abascal podría dispararse semejante tiro en el pie. Su bravata de dinamitar a medias el pacto autonómico con sus primos hermanos le augura un efecto boomerang lacerante. Los desgarros no se harán esperar. De momento, Feijóo se ha encontrado con un caramelo en medio de esta detonación de inestabilidad en cinco territorios que solo contribuye a desviar el foco del auténtico drama: la insolidaridad ante la inmigración de menores, especialmente negros.
Abascal imaginó otro desenlace cuando puso al PP entre la espada y la pared. Soñaba con doblegar a Feijóo, a quien empieza a odiar más que en su día a Casado. Y hacerlo por la vía militar, la de la imposición. Tan refractario al entendimiento desde el diálogo que solo entiende de maximalismos excluyentes. Ha salido trasquilado. No se ha detenido la vida política. Al contrario, se husmea fácilmente la satisfacción por el aire más limpio. Sin Vox se puede vivir mucho mejor. Cuando un dirigente tan despreciable como García-Gallardo abandona un gobierno, inmediatamente aumenta la dosis de convivencia y el respeto a los derechos humanos.
No hay unanimidad en Vox sobre esta aventura hacia lo desconocido. Una vuelta a la oposición que acarreará perjuicios económicos a centenares de militantes, atónitos por el débil calado de la maniobra. Siempre el sueldo supone un motivo demoledor para la contestación interna. También en esta derecha extrema donde las razones económicas representan desde su creación el secreto mejor guardado y la principal causa de las fidelidades y fobias por delante de las ideológicas.
Nunca hasta ahora una decisión errática había contribuido tanto a purificar la unificación de la derecha. Abascal lo ha hecho posible paradójicamente planteando una disyuntiva que le retrata. Quien basa toda su razón de ser política en agujerear al PP acaba por contribuir a relanzar a su enemigo. Quizá todo responda a un creciente estado de pánico sobre el devenir de su partido que le lleva a adoptar algunas decisiones turbadoras.
Patinazo sonoro como el del juez García Castellón, desbordado finalmente por su incongruencia. Como si su tremendo lapsus lo hubiera hecho pensando en aceitar las visagras del desacuerdo en Catalunya. Queda, a cambio, los lamentos de la troupe mediática madrileña por este aciago desenlace para sus intereses de bronca permanente que siguen sonando por las cuatro esquinas. La satisfacción se inclina hacia el bando sensato que nunca vio terrorismo relacionado con una muerte por insuficiencia cardiaca en el aeropuerto de El Prat, más allá de los estragos de los vandálicos CDR. Por el medio, Marta Rovira, de vuelta a casa con el mismo mensaje que se llevó a Suiza. Solo se la cruza la tozuda realidad, empezando por su propio partido, donde la pacificación suena a entelequia. En todo caso, ahora los contactos para la investidura de Illa – cada vez más factible a modo que se suceden las concesiones- serán más frecuentes y directos.
En cuestión de tiros al pie, nada más demoledor que asistir a las parodias de la banda del Mirlitón que dirigió el franquista Fernández Díaz en Interior. La desternillante investigación que ese nido de policías sin bautizo democrático desplegó sobre cada movimiento de decenas de miembros de Podemos retrata una época infame, pero de pasado aún demasiado reciente. Un servil súbdito como Francisco Martínez, a quien luego desterraron al desahucio sus propios jefes posiblemente por su ineptitud, nunca debió ser asociado a la seguridad porque su cerebro actúa como bomba de relojería andante para la libertad ciudadana.
Sigue siendo la policía una asignatura pendiente para la consistencia democrática de este Estado. Espectáculos como la atropellada detención del ayusista Nacho Cano diezman la confianza en unos valores que jamás deberían ser utilizados partidistamente. Una de las sombras más inquietantes desde aquella Transición, sin desaparecer completamente por culpa del entreguismo de muchos responsables de comisarías a los intereses partidistas del momento.