Nada es imposible para Pedro Sánchez. Quiere convertir a Salvador Illa en president de la Generalitat y dejará la piel, sus creencias y su credibilidad por conseguirlo. Nunca le importa el precio ni su desgaste personal. En abril, el PSOE rechazó la propuesta de ERC de financiación singular para Catalunya porque entendía que era una petición a las puertas de las urnas de mayo. Ahora, el presidente enarbola esa bandera tan cuestionada por insolidaria para subyugar a los republicanos independentistas. Ni se ruboriza por semejante travestismo. Sus principios hace tiempo que quedaron en el camarote de los hermanos Marx. Otra cosa es calibrar la magnitud del boquete que esta concesión provoque dentro de algunos partidos que sostuvieron su investidura y hasta el suyo propio. El riesgo queda advertido.

La Generalitat se le resiste a los socialistas a pesar de su holgada victoria. Las exigencias soberanistas y la rebeldía de algunos jueces contra la amnistía son un quebradero permanente. Vuelve el día de la marmota. Como si asomara el incipiente procés. Puigdemont maneja la bobina, encantado de sí mismo. El presidente del Parlament le visita risueño en Bélgica. Los secesionistas –en especial Junts y sus terminales– se desenvuelven y amenazan como si estuvieran poseídos de la mayoría parlamentaria. La investidura estira su incógnita cual chicle. ERC asemeja una bomba de relojería. Un partido de gobierno como el suyo queda reducido a rebeliones internas para segar la hierba a Junqueras, a sofocos incalculables porque las oficinas de paro esperan a miles de afiliados, y al miedo atávico a otras elecciones. Mientras, su líder accidental aparece telemáticamente dando consejos en favor de la rebeldía desde su retiro nada incómodo de Suiza.

La cacofonía política catalana carece de justificación racional. El deplorable retraso para sustanciar el veredicto de las urnas –mucho más claro de lo que algunos quieren revertir– deteriora la imagen de este país, prisionero de egoísmos particulares y reivindicaciones excluyentes por inalcanzables. Solo Sánchez parece dispuesto a encontrar una justificación singular a un catálogo de exigencias cargadas de oportunismo. Jamás en aquella grandilocuente mesa del diálogo que acabó por llevarse el viento de la inoperancia ni Pere Aragonès ni su homólogo español situaron la exigencia de una financiación singular en el frontispicio de la negociación.

Junts tiene el botón de la estabilidad. Su diputada portavoz lo exhorta en el Congreso cada semana. Mucho más desde que intuye, por conocimiento de causa, la frágil tentación de Sánchez de someterse a ERC. Por eso el verbo mitinero de Míriam Nogueras suena beligerante cuando recuerda que la deuda del Estado con Catalunya no se salda cada vez que le convenga al acuciado presidente del Gobierno, sino que debe responder a una financiación estructurada y, por supuesto, lejos del café para todos que por algo son independentistas. Ahora bien, tampoco la persona aludida tiembla al escuchar tal amenaza.

Para jaula de grillos, los fiscales. Pocos ejemplos menos edificantes encuentra el desafecto ciudadano hacia el valor de la justicia que la fragmentación entre ideológica y jurídica en torno a la aplicación de la amnistía. Otro tanto del serial infumable en torno al debate de patio de vecinos sobre la causa de Begoña Gómez o de la pareja de Díaz Ayuso. Pero no se han agotado las sorpresas ni las incongruencias. Por ahí aparece el juez Aguirre buscando un hueco bajo los focos mediante la imputación a Puigdemont por el delito de traidor. Los despropósitos desbordan la justificación más benevolente. Le ocurre al presidente fascista del Parlamento balear como genuino representante de Vox. Inclúyase ahí, por supuesto, la espuria deslealtad de Ayuso con su incongruente condecoración a Milei que fluye como una manzana envenenada para la supuesta centralidad de Feijóo y desinfla inmisericorde la imagen de sensatez sobre la que pretende pilotar al PP. La sombra maledicente que acompaña a esta lideresa (ultra) derechista adquiere todo su esplendor repelente con este tipo de gestos displicentes que simplemente sirven para avivar el frentismo ideológico. Injustificable.