¿Qué hacemos? Es la pregunta más doliente que se repite con abatimiento en el PP. En Junts también se la hacen, pero en su caso alborozados, maquinando entre chanzas cómo idear la venganza. Pedro Sánchez, en cambio, descansa relajado a pierna suelta en La Mareta. Le sobran motivos para mofarse de sus víctimas, en especial de esa (ultra) derecha política y mediática que le ha venido crucificando y hasta sepultando ardorosamente a la lumbre de los sondeos. Engreído con más razón que nunca porque se sabe pilar básico de cualquier futura ecuación, y en especial de ese Gobierno de coalición por el que suspira entusiasta Yolanda Díaz para sacudirse de las garras de Podemos. Pero queda mucho partido por jugarse. Sobre todo, cómo edulcorar esa fórmula magistral que disfrace el precio de una exigente por imperiosa abstención de Puigdemont. Una vez conseguida, que sigan ladrando, dirán entusiasmados en La Moncloa.

En la Corte, en esos cenáculos desde donde tratan de cambiar la suerte de los demás a su antojo, siguen sin digerir la remontada. Nadie del Ibex 35, ningún lobista que se precie, cualquier camarero en Chamartín o Jorge Juan imaginaban hace solo una semana otra escena política que no fuera la pronosticada proclamación de Feijóo presidente, derogando por fin el sanchismo. Su desesperación ahora es sideral. Solo comparable con las sedes del PP, y en especial la de Génova. “Cómo nos ha podido pasar esto”, se preguntan mientras lanzan salvas de disculpas para eludir la enorme responsabilidad de su ceguera.

No hay divanes suficientes alrededor de Feijóo para atender a tanto damnificado. Están desquiciados. Desnortados por semejante sacudida. Por eso un día sacan pecho atreviéndose con una investidura imposible, otro piden a Sánchez un vis a vis, a la mañana siguiente le acusan a éste de haber pactado ya con Puigdemont traicionando a la patria, o hasta empiezan a volar tímidos cuchillos para ajustar cuentas en la zona presidencial del partido, con Díaz Ayuso de invitada ocasional. Acuciados por una estrategia errática por vacua, la dirección popular es pasto del permanente hazmerreír de los socialistas, que se sienten liberados por haber sorteado un match ball que han salvado por el miedo cerval a la llegada de Vox al poder central.

Tampoco caminan menos turbados y rabiosos quienes acariciaban por irremediable el cambio de ciclo, quienes imaginaban su futuro cargo, o, principalmente, quienes lo alentaban con su voz y su columna. Forman un batallón descomunal. Aún coléricos por el inesperado desenlace han decidido pasar a cuchillo a Abascal y los suyos. Su ánimo de venganza no encuentra freno en tertulias, periódicos y cafés. Solo al caerse del caballo, el PP y sus terminales, aislados absolutamente, han asumido que ir de la mano de la ultraderecha es y seguirá siendo un lastre determinante para su intento de gobernar España algún día.

En Vox ni se inmutan de puertas afuera. Por dentro, sin embargo, empiezan a ver cómo entra agua por las rendijas. Pero guardan las apariencias disparando al aire, refugiados en un poder autonómico –y sus ganancias– que jamás imaginaron, aunque se muestran incapaces de rentabilizarlo en las urnas, como han visto en Castilla y León. Una repetición electoral les puede debilitar sobremanera. Su inconsistencia argumental ya no admite más trampantojos.

La expectación retorna a Catalunya. Después de tanto tiempo fuera del foco, la causa independentista encuentra en su momento de menor respaldo popular la ventana para recordar que su asignatura sigue pendiente, aunque cada vez con menos adeptos. Con unos resultados electorales propicios para una depresión –especialmente en el caso ERC con su caída imparable ya desde el 28-M–, los soberanistas catalanes recuperan el epicentro. Paradójicamente, lo hacen de la mano de Junts, ese ventrílocuo de los deseos personales y políticos de Puigdemont. Le bastan sus siete diputados para poner en jaque a ese Estado del que quieren irse. Tienen en su mano la capacidad de decidir entre la investidura de Pedro Sánchez y la repetición electoral. Ante semejante coyuntura, la derecha, empresarios y hasta ciudadanos sin partido cierran los ojos y prefieren mirar hacia otro lado. Los neoconvergentes jamás pudieron imaginar en su refundación que llegarían a tanto. Mucho menos cuando han ido quedando postergados en las urnas, excluidos de la Generalitat por incompatibilidad con sus compañeros de viaje mal avenidos, y sus iconos, castigados por la Justicia no solo española. Secuelas inevitables de la remontada.