son días en los que muchos están decidiendo qué estudiar en septiembre. Decisión relevante aunque no la única si hablamos de formación. Durante mis años como profesor de universidad, solía proponer a los nuevos alumnos un reto: que escribieran su curriculum vitae. Sus rostros eran de sorpresa e incredulidad. Ahí es cuando dibujaba en la pizarra lo que se suponía que era un folio en blanco y les explicaba que cuando terminaran la carrera, su currículum tendría sólo una línea más. Horas de estudio y miles de euros, para seguir teniendo aquella hoja casi igual de vacía. Aún los provocaba un poco más al decirles que ser graduados escasamente los iba a diferenciar de otros y que si yo tuviese que contratarlos, me centraría en analizar a fondo el resto del currículum en busca de algo que me contara de verdad quiénes eran. Aspiraba a motivarlos para dar lo mejor de sí mismos en los estudios, sacar el EGA, sí, también el de inglés, cómo no, pero sobre todo formarse en su sentido más completo, sumando aprendizajes pero de los que verdaderamente nos hacen crecer. Acumular experiencias como ser monitor de tiempo libre, voluntario, tocar un instrumento, profesor particular de niños, camarero u operario industrial en verano, entrenador, cooperante… Por ello, los animaba a tener ese folio en blanco en su escritorio para, de vez en cuando, analizar cómo iba la cosecha. Porque si las buenas espadas lo son más por la habilidad del herrero que por la calidad del acero, los buenos profesionales, y aún más importante si cabe, la gente buena, aquella con la que uno quiere trabajar y vivir, se forja en el calor de las llamas de los buenos momentos y de los golpes contra el yunque de los malos que te da la vida. Abrirse a ella, matricularse en la asignatura de ir aprendiendo a afrontarla, aunque no lo diga ningún ranking puede que sea la mejor universidad del mundo.