Muchos seguirán aún hoy con un reflujo de sabores poselectorales. Unos continuarán henchidos de orgullo como sólo la victoria nos hace sentir a los primates, hasta caminar un palmo por encima del suelo. A otros, en cambio, el peso de la derrota los hará verse sepultados por el desprecio popular y deambularán cabizbajos preguntándose por qué. El dulce sabor del éxito, como el amargo regusto que deja el fracaso, pueden provocar desagradables digestiones políticas. Los primeros, los vencedores, corren el riesgo de sentirse no sólo elegidos, sino ungidos por la ciudadanía, olvidando que no pocos, votaron a otros partidos. Es justo que saboreen el trofeo, pero sin empacharse de él en una sociedad más plural y competida que lo que los resultados y, sobre todo la abstención, dejan ver. Si la democracia consiste en gobernar para todos y no sólo para los que te votaron, y mucho menos aún contra los que no lo hicieron, nuestra realidad se lo exige por sentido común. Los segundos, los que siguen con la boca seca al haberse extenuado en el intento, les toca no perder mucho tiempo lamentándose, menos aún evitando la siempre necesaria autocrítica y ni un segundo, culpabilizando a los ciudadanos de su derrota. Su deber como partidos será aprender de lo ocurrido, y como gobernantes elegidos, trabajar desde la oposición porque, en el sistema democrático tan importante es la responsabilidad de quien gobierna, como la de los que construyen y no sólo destruyen desde la bancada no mayoritaria. Al igual que hasta el domingo, hoy martes, unos y otros son imprescindibles, tanto en su labor individual como, especialmente, en la que traten de realizar conjuntamente para que cada pueblo y toda Gipuzkoa, no sea un territorio de ganadores o de perdedores, sino de oportunidades para todos desde las que afrontar el presente y construir el futuro. Ahí es nada.