Ya conocemos en qué consiste básicamente el nuevo proyecto que encabeza Yolanda Díaz: comerse a Podemos y ser el partido casa de la izquierda a la izquierda del PSOE. Políticos de raza como Anguita lo intentaron y, al menos, lograron una izquierda unida. Lo de superar al PSOE era, y es, mucho más difícil. Comprendo, en todo caso, las ganas de cambiar el actual estilo de Podemos. Esa pose de ser los guardianes de la verdad rezuma una soberbia que no sólo cansa a los que no les votan, sino que tampoco encandila a más gente. Error que se da tanto a este lado como al otro de los Pirineos, donde incluso en un momento de grandes movilizaciones contra Macron, sólo un 25% de los franceses estaría dispuesto a votar a la izquierda. Pero claro, el problema no es suyo sino nuestro, que no queremos dejar de estar, como dicen ellos, oprimidos. Sin embargo, Yolanda Díaz también sufre de este adanismo político. Cómo si no se puede ser ministra del primer Gobierno de coalición de la historia, con no pocos logros en su haber, gracias al imprescindible apoyo de otros partidos externos, dicho sea de paso, y el lema de su acto de presentación sea Hoy empieza todo. ¿Y hasta ahora qué ha sido entonces? ¿O mostrarse como la inventora del diálogo cuando no parece que lo haga ni dentro de su espacio político? Un Gobierno español que hasta ayer era bipartito, pero hoy ya es tripartito, al que no le sobran votos y que debería centrarse en vender lo logrado, no se merece pegarse estos tiros en el pie. Entendiendo las ganas de Sánchez por convivir con otro socio, querer dar la puntilla a Podemos puede suponer dársela a sus posibilidades de reelección. Y ahí radica la clave porque esta apuesta política no sólo afecta a la izquierda. Si la jugada, como todo indica, no da resultado, la derecha y la ultraderecha tomarán la Moncloa y entonces vendrán los lloros.