Una niña de once años sufrió una agresión sexual por parte de seis chavales, todos ellos menores, tres de ellos de menos de catorce años, en los baños de un centro comercial en Badalona. La niña contó lo sucedido a un vigilante que no la creyó. Ya no se lo contó a nadie más. Fue su hermano quien supo de ello al conocer que existía un vídeo al respecto. Hermano que ha reconocido sufrir ahora amenazas de muerte por haber destapado el delito. Al solo ojear la noticia me sentí como el boxeador que va camino de la lona, con los brazos caídos, impotente, sin saber ya de dónde le vienen los golpes. Eso y una sensación de asco en la boca. Parece lógico que el alcalde de Badalona dijera que “falla todo”. Leo que el Govern catalán culpa a la pornografía y que el fiscal de menores del Estado, en la misma línea, considera que los niños usan el porno como un tutorial de formación sexual. Son tantas las cosas que se me revuelven y tan poco el espacio que solo desharé dos hilos de la madeja que es la violencia sexual. El primero: la violencia sexual no es nueva, ni va en aumento. Siempre ha existido y sólo ahora estamos empezando a conocer una parte del iceberg de esta evidencia de la desigualdad que no la ejercen extraños y enfermos mentales, sino más bien al contrario, que se da en las relaciones, y sí, también, en las parejas estables y matrimonios. Y el segundo: el problema de la pornografía no es sólo que los niños accedan a ella y se eduquen y construyan su deseo con ella, sino que normaliza la violencia sexual entre los hombres, niños y, sobre todo, adultos, fomentando que, digámoslo claramente, esta nos excite. Asistimos a un combate desequilibrado en el que luchan las leyes y planes bienintencionados contra miles de vídeos en los que hombres heterosexuales llamamos sexo a lo que son agresiones sexuales. ¿Qué hacer? No lo sé, pero todo menos echar la toalla.