Me cuenta un amigo que en su sociedad gastronómica un socio comentó que tenía a más de un amigo dispuesto a hacerse miembro, con una sola condición: no tener que colaborar en tareas necesarias para su funcionamiento como, por ejemplo, reponer las bebidas. Me consta que hay sociedades que tienen contratadas estas y otras funciones. Lo respeto, pero me parece que así se altera la esencia de este tipo de proyectos colectivos: el compromiso individual y gratuito a favor de un objetivo común. Silenciosamente, se ha ido extendiendo una manera de ser y estar en la sociedad en la que domina la inversión en nosotros mismos y en nuestros intereses privados. Así, dedicar parte de nuestro tiempo a trabajar de forma altruista con otros para lograr objetivos que exclusivamente no solo nos beneficien a nosotros, se ha convertido en una actitud extraña, o hasta tachada de ingenua. Es así como la idea del ciudadano que se relaciona y participa con otros para mejorar su vecindario, su barrio, su colegio o su asociación, va desapareciendo para dejar paso al ciudadano-cliente. Aquel para el que carece de sentido hacer algo gratis y que considera que todo lo que es común es una tarea a subcontratar o a realizar por la administración de la que también se siente cliente, porque ya paga impuestos. Charles Murray defiende que EEUU siempre se ha basado en seres humanos que se unen de manera voluntaria para solucionar problemas comunes. No haría yo esa descripción de la sociedad estadounidense, pero no se me ocurre mejor definición de una de las fortalezas de la historia de Euskadi que hoy veo amenazada. La ansiada cohesión social no solo pasa por reducir la desigualdad económica. También exige reconectarnos con las ganas de ser parte de iniciativas sociales y de activar nuestra generosidad para invertir en el bien común, y no solo en el de uno mismo.