¿Cuándo deja uno de ser niño? Algunos, por la cruda infancia que tuvieron, puede que se vieran obligados a ello desde que nacieron. Pero los que no hemos pasado por ese trance, diría que no podemos elegir un único momento en el que fijar claramente el fin de nuestra infancia. Al contrario, sería más bien como un proceso acumulativo de situaciones. Aquel día en el que descubriste el secreto de los regalos de Navidad, aquel en el que fuiste consciente de que habías mentido por primera vez a tus padres, o aquel en el que ya te sentiste muy incómodo comprando ropa con tu madre, por ejemplo. La mayoría de todos ellos se dan antes de llegar a la juventud, pero otros, ya con menor frecuencia, se dan también en la vida adulta. Uno de ellos lo viví la semana pasada. Acudí a despedir al aita de uno de mis mejores amigos. En ese abrazo en el que uno no sabe muy bien ni qué decir, ni cómo transmitir que compartes su dolor, esta vez también sentí que ambos dejábamos, ahora sí, mucho más atrás nuestra niñez. Como en otras tantas cosas de la vida, la muerte se convierte en esa terrible brújula que nos pone en nuestro sitio. Así, despedir a nuestros padres, nos aboca también a decir adiós, casi de forma definitiva, al niño que un día fuimos. Porque mientras ellos viven, sigues siendo hijo, sumando vida y acumulando experiencias e, incluso, dando vida al tener hijos que serán sus nietos. Es entonces cuando te ubicas en una novedosa posición: cuidador de tus hijos y, según las circunstancias, también de tus padres. Dos papeles para los que ni nada, ni nadie te prepara. Hasta que llega el día de enfrentarse a ser hijo sin tener a tus padres. Como no hay calzado que haga más cómodo este camino, hace unos años, también al salir de un tanatorio, decidí tratar de recorrerlo al menos con la mochila lo más llena posible de buenos recuerdos vividos con ellos.