la toma de decisiones sobre temas que dependen de la administración pública, sea por convicción o por miedo a posibles movilizaciones, cuentan cada vez más con procesos participativos. Momentos en los que las personas, si lo desean, tienen la posibilidad de ser escuchadas. Pero ¿todas las opiniones valen lo mismo? No son pocos, especialmente si así arriman el ascua a su sardina, los que creen que la palabra de un experto vale más. A pesar de que sus conocimientos y experiencia sean superiores, si están participando como un ciudadano más, no debería ser así. Si son contratados para dar su opinión profesional o son funcionarios especialistas en la materia, defiendo que sus puntos de vista sean preceptivos y hasta en algunos casos vinculantes. Lo que no comparto es que en los debates públicos, alguien dé más valor a su criterio que al de otros vecinos, o se arrogue tener razón con el argumento de, ¡ojo! es que “soy experto”. Una versión aún más nociva es la de los “grupos de expertos”. Más allá de que su condición de especialista pueda muchas veces ser puesta en entredicho, estamos ante asociaciones que en un gesto de arrogancia y de clasismo, en las antípodas de lo progresistas y demócratas que se ven a sí mismos, se asignan la capacidad de juzgar planes y proyectos reclamando una mayor atención a sus opiniones que a las del resto, sea cual sea el momento de la deliberación. No hablo de dar carta blanca a criticar sin saber, ni a hacerlo cuando nos venga en gana, ni de ahondar en la “barra libre” que ya sufrimos en las redes sociales. Hablo de que si esto va de democracia y no de cortijos intelectuales, todos, si se nos aporta de forma pedagógica la información y las herramientas para comprender las principales cuestiones en juego, podemos tener una opinión que debería valer lo mismo que la de mi vecino por muchos títulos que cuelguen de su pared.