Durante once días con sus once noches, tres jóvenes africanos viajaron, por utilizar un verbo, en la pala del timón de un petrolero desde Nigeria hasta Las Palmas, donde fueron descubiertos. Si como yo no tienes ni idea de qué parte del barco es esa, decirte que supone ir literalmente con el agua al cuello en la cola de un gigante de hierro por el océano Atlántico. Las fotografías del reducido y arriesgado espacio en el que se encaramaron para tratar de entrar en Europa han convertido su proeza en noticia. Para unos ojos como los nuestros domesticados y hasta anestesiados ante el drama de las migraciones, la foto de estos tres chicos, al menos durante unos segundos, nos desfibrila y nos arroja a la cara una pregunta: ¿cómo debe ser su vida para decidir jugársela de esta manera? Para una gran parte de nosotros no es posible dar con la respuesta y hasta hablar de empatía puede sonar insultante. Su historia no terminó en tragedia, pero sabemos que miles de mujeres, hombres y niños nos miran desde el fondo del mar en el que perecieron cuando ansiaban llegar a nuestras costas. Solo estos tres jóvenes sabrán los equilibrismos que hicieron para superar su particular odisea. En muy diferentes ocasiones, otros seguimos haciendo funambulismo moral ante la realidad de la inmigración. El Gobierno español, por ejemplo, lleva semanas escalofriantemente callado y en el alambre permitiendo que el ministro Grande-Marlaska nos venda una historia sobre las muertes en la frontera de Ceuta que nadie se cree. Una página más en la crónica negra del Ministerio de Interior español. Otros muchos hacemos acrobacias éticas conscientes de que, al igual que carece de sentido eliminar las fronteras por sencillo que sea proclamarlo sin decir cómo gestionar sus consecuencias, aún lo tiene menos seguir abocando a seres humanos a tener que morir por querer vivir.