no hay acto de jubilación o de reconocimiento por los años trabajados, entre otros festejos sociales, en el que no se regale un reloj inteligente. Aunque hace años que estos relojes están en el mercado, su extensión ha dado un salto de gigante. Antes los lucían en sus muñecas los amantes de la tecnología. Hoy, en cambio, los llevan personas de toda edad y condición, incluso aquellas que ya con el teléfono móvil parecen tener dificultades para manejarse, pero está claro que las modas nos atrapan a todos y que entre las razones por las que compramos algo, no destacan la necesidad o la funcionalidad.

No voy a negar que más de una vez me he sentido atraído en hacerme con unos de estos relojes y más en fechas como estas de Black Friday, en las que parece que si no te haces con alguna de las supuestas gangas que nos ofrecen, eres el tonto del pueblo. Pero el destino quiso que mi familia me regalase uno por mi cumpleaños. Como ya nos ocurre con los teléfonos, que los usamos para todo y hasta casi más como linterna y cámara de fotos que propiamente para hacer llamadas, con estos smartwatches, pasa tres cuartos de lo mismo. Nos cuentan los pasos que damos, las pulsaciones, cómo hemos dormido o hasta el nivel de oxígeno en sangre, por no hablar de los avisos para que andes o bebas agua. El tema es que yo lo quería usar como reloj, esto es, para saber la hora y cuál fue mi sorpresa cuando me dijeron que tenía que pulsar al menos un segundo la pantalla para lograrlo. Sentí que por muy moderno que fuese el aparato en cuestión, a mi parecer, salía perdiendo. Así que, a pesar de que lo intenté y le puse ganas, a los tres días me enfrenté a la siempre ingrata situación de reconocer que prefería devolver el regalo. Aún sigo pagando la penitencia en mi casa por ello, pero sinceramente creí que lo más inteligente era, curiosamente, no tener un reloj inteligente.