El 1 de junio de 1978, las trompetas y clarines sonaban en el Estadio Monumental de Núñez en Buenos Aires. Era la banda sonora del acto de apertura de la copa del mundo de fútbol organizado en Argentina. Era la sinfonía que acallaba los gritos de las víctimas de la dictadura que encabezaba Jorge Rafael Videla. Lo imagino en esos instantes, paladeando el sabor de ser el anfitrión de un evento con el que disfrazar sus atrocidades. Aún no sabía que la diosa fortuna le regalaría el premio gordo: Argentina ganó el mundial como local.

La familia Al Thani, dinastía que encabeza la monarquía absoluta de Catar, ha superado a Videla. No solo es la sede de uno de los principales eventos deportivos, puede que el primero, en liza con las olimpiadas, como es un mundial de fútbol, sino que lo ha logrado siendo un ejemplo de estado que viola a diario los derechos humanos, con una nula relación con este deporte, similar a la nuestra con el críquet, y consiguiendo lo que casi no pudo el covid: parar las ligas de fútbol para evitar que los jugadores se queden fritos del calor en el césped. Normal que a Bill Clinton, expresidente que encabezó la candidatura de EEUU para acoger esta competición, se le quedara cara de bobo al ver como la FIFA en el 2010 daba el mundial a Catar. 

Desde aquella elección, además de las víctimas de este régimen, se han sumado 6.500 muertos en las obras necesarias para acoger al deporte rey. Pero todo ha seguido adelante. Líderes internacionales, grandes patrocinadores, deportistas…salvo insignificantes excepciones, han mirado para otro lado sin que eso deba sorprendernos. ¿Cómo hacerlo cuando ya el Barça pasó de llevar el nombre UNICEF en su camiseta al de Catar? O ¿cuando la Supercopa de España se juega en Arabia Saudi? El show y el negocio deben continuar. Saludemos al mundial de Catar, o visto lo visto, al mundial de callar y tragar.