Los verás con él en el tren y en el bus, sentados o de pie. Esperando a que el semáforo se ponga en verde o mientras se hace cola en el supermercado. Por la noche, ya en la cama, como abducidos por la luz azul que emiten hasta percatarse que es más tarde de lo que se pensaba y que, otra noche más, le pegarán un mordisco a las horas de sueño. El móvil atrae constantemente su atención. Ese aparato que, aunque se llame teléfono, lo usan para casi todo menos para hacer llamadas, y si son hombres, también para ver pornografia. Por la descripción realizada y más al calor de las noticias que nos los describen como adictos al móvil, pensarás que hablo de los jóvenes.

Nada más lejos. Hablo de tí y de mí. Hablo de los adultos. Generalizando, lógicamente, como no puede ser de otra forma en esta columna semanal, pero sobre la base de lo que veo a mi alrededor y en mí mismo. Los adultos, más si son padres y madres de niños o adolescentes, nos rasgamos las vestiduras y hasta pedimos a la administración pública y, como no, a los colegios, que hagan algo. Demandamos normas y hasta prohibiciones. Claro que sí, prohibir siempre ha funcionado para educar a la juventud, ¿verdad? No solo exigimos a nuestros hijos algo que nosotros no hacemos cuando desde que nacieron nos han visto con el móvil en todos los sitios de casa, abrasándolos a fotos y vídeos o trasteando con él al volante. Les pedimos que no miren tanto a las pantallas cuando les pusimos una para que comieran el puré o para que nos dejarán disfrutar de la sobremesa en aquella comida con amigos.

¿Has preguntado a tus hijos si alguna vez se han sentido ignorados por tí porque estabas con el móvil? ¿Has revisado en la última semana cuántas horas has dedicado al teléfono? Quizás las respuestas nos ayuden a ver que siendo reales nuestros temores, prevenirlos puede empezar, una vez más, por nosotros mismos.