a enésima polémica por una decisión judicial relacionada con la pandemia de covid llueve sobre un terreno inundado en el que es imposible determinar beneficios objetivos extrapolables al conjunto de la sociedad. En primer lugar, el propio desgaste de la administración de Justicia es un mal a evitar. No le falta razón al poder judicial cuando reprocha la displicencia con la que las mayorías políticas del Estado han obviado la necesaria adaptación legislativa a la situación excepcional de pandemia. La carencia de mecanismos legales adaptados a las urgencias vividas ha inflamado el debate político sobre la oportunidad de la mayoría de las medidas adoptadas que ha facilitado la manipulación de la administración de justicia por intereses de parte, lobbystas o de cicatería política. La Justicia ha sufrido estas batallas sin jurisprudencia y las divergencias evidentes entre tribunales de justicia ante situaciones equivalentes no han ayudado a dotar a los profesionales de la magistratura de una fiabilidad incontestable a ojos de la opinión pública. Así, lo peor que le podía pasar ha ocurrido: el cuestionamiento de sus decisiones por la ausencia de un criterio compartido y acreditado. En esta tesitura, hemos asistido a no pocos pronunciamientos judiciales inspirados por la prudencia, por la conciencia de excepcionalidad y por la voluntad de preservar la autoridad de las estructuras democráticas. Pero también a otros que, amparados en la supuesta interpretación rigurosa de la letra, se han deslizado hacia la sustitución de un terreno legal claro por interpretaciones de rango ideológico. Así ha sucedido en el Tribunal Constitucional durante el recurso contra el estado de alarma y así sigue sucediendo en la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Superior de Justicia del País Vasco, cuyas resoluciones más polémicas se han decantado a limitar la acción de la administración amparándose en interpretaciones en las que demasiadas veces sustituye el debido conocimiento de la materia analizada por mera intuición o preconcepciones sin criterios periciales que le amparen para contravenir decisiones fundadas en criterios sanitarios. A la Justicia se la debe proteger también evitando situarla en debates ajurídicos y, cuando no dispone del marco normativo a interpretar, preservarse a sí misma de chapotear en esos charcos.