l nuevo curso escolar, el más ex-cepcional e incierto de nuestra historia reciente, marcado por la pandemia de COVID-19, ha cumplido en Euskadi su primera semana, caracterizada por una cierta normalidad dentro de las circunstancias que condicionan las medidas de seguridad implantadas y no exenta de la lógica inquietud. La extraordinaria respuesta dada por los centros, el profesorado, los alumnos y alumnas, las familias y el resto de la comunidad educativa ha permitido, así, la imprescindible reanudación de la educación presencial en las aulas tras seis meses de paréntesis. Tal y como avanzó el nuevo consejero de Educación, Jokin Bildarratz, durante esta primera semana se ha registrado algún tipo de afección del COVID-19 en una treintena de centros vascos, aunque solo cuatro de ellos han cerrado de forma temporal, y en el 80% de contagios en el ámbito educativo ha sido un adulto el que ha infectado a un alumno. En este contexto, se hace difícilmente comprensible una convocatoria de huelga como la prevista para pasado mañana en los centros vascos, salvo si responde a intereses que nada tienen que ver con la realidad y menos aún con los argumentos y predicciones utilizados por los sindicatos. Porque el llamamiento al paro “por un retorno presencial seguro y consensuado” y justificado en la presunta falta de medidas, la improvisación y la ausencia de diálogo por parte del Gobierno Vasco no se sostiene ni soporta un mínimo análisis objetivo de la situación real. La convocatoria sindical está realizada con criterios y objetivos bien distintos y responde más bien a una mera demostración de fortaleza sindical y de pulso al Gobierno -obviamente, también al nuevo- que si en otras circunstancias es ya cuestionable en la actual coyuntura da la espalda a las prioridades y necesidades de la comunidad educativa, sobre todo del colectivo más débil, los alumnos, y en especial de las familias más vulnerables. Se trata, así, de una huelga no solo estéril respecto a la mejora de la situación, sino claramente perjudicial, lo que la convierte en un injustificable sinsentido cuando lo que se precisa -y se ofrece por parte de Educación- es diálogo -ha habido ya una veintena de reuniones-, compromisos y trabajo en común. Desde esta perspectiva, la desconvocatoria de este paro debería ser una obligación moral por parte de los sindicatos.