l reciente auto dictado por el Tribunal Supremo mediante el que se revoca la decisión adoptada por el Juzgado de Vigilancia Penitenciaria de Lleida que autorizó la salida de prisión tres veces por semana de la expresidenta del Parlament catalán Carme Forcadell para hacer voluntariado y acompañar a su madre anciana supone una nueva intromisión de este órgano en ámbitos que ni son ni pueden ser de su competencia y una vulneración, una vez más con evidente impulso político, de derechos inherentes a personas privadas de libertad. No es, desde luego, nada nuevo que el Supremo y el presidente de la Sala Segunda, Manuel Marchena -ponente también de este último auto- actúen con criterios más que cuestionables y al margen de su espacio jurisdiccional. Aunque la decisión no tiene ahora efectos prácticos ya que tanto Forcadell como el resto de presos condenados por el procés están en tercer grado, el TS abre una amenazante puerta a la anulación de este régimen abierto si, como es previsible, la Fiscalía termina recurriéndolo, lo que llevaría a Oriol Junqueras y el resto de reclusos de nuevo a prisión en un régimen sin los beneficios a los que tienen derecho. Ya la Constitución establece de manera rotunda en su artículo 25.2 que “las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social”. De igual modo, el artículo 100.2 del Reglamento Penitenciario en que se basan los beneficios carcelarios establece el principio de “flexibilidad” del régimen penitenciario y fija su forma de ejecución mediante la propuesta del “equipo técnico” a la Junta de Tratamiento de cada cárcel y la “ulterior aprobación del Juez de Vigilancia correspondiente”, requisitos exigidos y estrictamente cumplidos en el caso de Forcadell y sus compañeros. De ahí que resulte incomprensible desde el punto de vista jurídico que el Supremo considere “injustificable” que la expresidenta del Parlament haya podido salir de prisión pese a tener derecho a ello y a cumplir los requisitos, a no ser que el criterio a aplicar, como sugiere el auto al hablar de que la “gravedad” del delito y la pena impuesta “han de ser valorados”, más cercano -como en otros casos- a la venganza de carácter político que a la propia legalidad penitenciaria. Una inquietante quiebra, por lo que supone y por el órgano que lo ejecuta, en el sistema de garantías propio de un estado de derecho.