A punto de cambiar de calendario, con temor y temblor le echamos un vistazo al año que hemos sobrevivido y, la verdad, poco nos ha quedado para celebrar. Puestos a mirar la realidad cercana, comprobamos que siguen sin solución los problemas que afectan a buena parte de la gente. Y eso, si no se han agravado más aún. La vivienda es ya un problema casi irremediable para las nuevas generaciones, la sanidad pública se recupera a trancas y barrancas, la cesta de la compra sigue disparada al alza, la dana asola Valencia y, bueno, de la convivencia entre políticos, ni hablamos. En este mar proceloso navegamos y quizá hasta nos salvamos del naufragio.
Pero si de las sombras propias nos las vamos arreglando, casi ni nos atrevemos a mirar de frente las tragedias pavorosas que siembran de ruina y de cadáveres la franja de Gaza, ese genocidio implacable, feroz, que casi nos hace olvidar los casi tres años de una Ucrania invadida por Putin a bombardeo diario y con la penosa sospecha de que no hay otro porvenir que la derrota. Añádase la tiniebla total de un futuro próximo bajo la batuta lunática de Trump y la ultraderecha rampante acá y acullá.
Aún andamos aquí con el discurso navideño de Felipe VI, que entre otras palabras huecas se quiso asomar a la inmigración sin tener ni idea de que se cumplen ahora 30 años de la llegada a Canarias de la primera patera y el balance de esta huida desesperada de la guerra y la miseria no puede ser más aterrador. Según la ONG Caminando Fronteras, sólo en este año más de 10.400 personas han muerto en el intento, 30 al día, 1.500 de ellos niños. Nadie debería morir por intentar cruzar una frontera. Nadie debería morir por intentar salvar su dignidad y su vida, arriesgándose a una travesía casi imposible en la que 131 embarcaciones han desaparecido sin dejar rastro. Sobrecoge calcular el número de muertos o desaparecidos en las rutas argelinas, del Estrecho o de Alborán.
Malo es que todas esas gentes se vean obligadas a correr el enorme riesgo de probar suerte en cayucos y pateras y morir en el intento, pero más penoso es aún que no se respeten los derechos de quienes tuvieron la suerte de llegar. No debería consentirse que tras superar el trauma del desarraigo, el incierto trance de la supervivencia y la inseguridad de una nueva vida en tierra ajena, esas personas sean tratadas como sospechosas, con menosprecio y en permanente incertidumbre sobre su futuro y sus posibilidades laborales. Y téngase claro que, si por algunos sectores políticos fuera, serían inmediatamente devueltos a sus países de origen o puestos fueras de la ley.
En lo que más de cerca nos toca, a ver si se cumple el acuerdo para la transferencia a Euskadi de la gestión de los derechos laborales y el acceso al trabajo de los inmigrantes, sin que se vean obligados a esperar durante tres años para poder incorporarse al mundo laboral. A ver si, tras tantas nieblas y tinieblas, podemos ver algo de luz.