Se acabó la fiesta, como arengaría el ultra Alvise, y como comienzo de curso el lehendakari, Imanol Pradales, propone a los partidos un decálogo de conducta precisamente opuesto al azuzado por el tik-toker fascistoide. Vamos a llevarnos bien, proyecta el lehendakari en un decálogo ético, en un manual de buenas formas que diferencie sustancialmente a las instituciones vascas de la virulenta hostilidad que se vive en la política española, enredada en la permanente confrontación que ya alcanza a Europa y a América. Propone Pradales una convivencia política que excluya los insultos, las mentiras, los bulos y el respeto al adversario. Un pacto que, por supuesto, no descarte el contraste de ideas y proyectos, ni elimine la crítica, ni pretenda convertir las instituciones vascas en un falso remanso de paz o un imposible oasis.

Desde la perspectiva ciudadana, de llevarse a cabo un pacto semejante podría reducirse la desafección, el hartazgo y hasta la aversión que mucha gente siente cada vez más hacia la clase política. Y es que todos los medios de comunicación, tanto escritos como audiovisuales, priorizan de manera exagerada la información del enfrentamiento político que, polarizados y contaminados por las redes sociales, hartan a la ciudadanía y les trasladan la confrontación porque muchos creen lo que leen y escuchan, siguen a las redes y acaban berreando –o rezando– en Ferraz.

A pesar de que por estas tierras vivimos la política con cierto sosiego, con muy poco que ver con la cacharrería madrileña –o catalana–, no podemos decir que hemos llegado a esta calma después de años de bronca mucho más extrema que la que ahora se padece en España. Quizá quedan todavía rescoldos de aquellas llamas y aún perviva en algunos sectores la necesidad de la confrontación. Para evitar esto es precisamente el pacto de país propuesto por el lehendakari. Obviamente, ello no puede excluir la crítica, ni el reconocimiento de culpa, ni la lógica presión derivada de distintas formas de ver el mundo. Se suele decir, quizá para restar importancia al enfrentamiento público en las instituciones, que en otras latitudes son constantes las zapatiestas parlamentarias, pero al menos aquí, es demasiado riesgo porque se trasladan a la ciudadanía. Cito aquí al Beato de Líebana, que en una disputa de concilio (siglo VIII) le soltó a San Elipando, entonces arzobispo de Toledo el contundente insulto de “cojón del Anticristo”. Nada, una disputa teológica. Pero no perdamos de vista que de las divergencias religiosas vinieron las guerras más crueles y prolongadas de la historia. Y sin llegar tan lejos, no olvidemos el trasfondo religioso –que suele ser fanático– con el que persisten las peores atrocidades que actualmente asolan este mundo.

Comencemos por casa y estemos atentos a este pacto ético que pretende transformar en respirable el nauseabundo ambiente que envenena las relaciones entre adversarios políticos. Hay un decálogo a cumplir. Pues eso, a portarse bien.