A Junts per Cat le cayó el Gordo hace un año cuando el azar electoral convirtió en oro sus siete diputados, imprescindibles para que Pedro Sánchez pudiera revalidar Gobierno. A estas alturas no nos vamos a engañar, y desde el primer momento supo el partido de Puigdemont que sus siete votos no sólo iban a servir para arrebatarle la posibilidad de gobernar a la derecha española contraria a las aspiraciones soberanistas catalanas, sino también daban de sí para ajustar cuentas con los tribunales que castigaron con saña aquel intento fallido que fue el procés.

Aunque los protagonistas del procés abarcaron bastantes más elementos sociales y políticos que Junts per Cat, el hecho de que el entonces president Carles Puigdemont se viera obligado a huir y refugiarse en Waterloo le convirtió en referente, héroe para sus compañeros de partido y compendio de todos los males para quienes vieron en el procés un infame –y disparatado– intento de secesión. No perdamos de vista que la consecuencia electoral de aquel intento fue un auténtico descalabro para las fuerzas independentistas del que aún no se han recuperado.

Los siete votos imprescindibles de Junts per Cat fueron una mina para arrancar a Sánchez cuantas exigencias le fueron presentando. Los ladridos de la derecha se hicieron rugidos cuando el Gobierno se reunió con Puigdemont, se elevó el escándalo cuando se conocieron las exigencias del partido de los siete votos y estalló la furia al desembocar las demandas en una ley de amnistía. Las derechas política, mediática y judicial se juramentaron para evitarlo y en ello están, intentando por todos los medios anular esa ley e impedir el regreso –se supone que triunfal– de Puigdemont a Catalunya.

Somos muchos los que tenemos la sensación de que Pedro Sánchez se ha visto de alguna manera coaccionado –chantajeado sería demasiado fuerte–, de que Junts per Cat va a lo suyo en un planteamiento de máximos haciendo de cada votación en pleno un amago de crisis. Somos muchos, también, los que sentimos un regusto amargo con el recuerdo del procés, con aquella declaración unilateral de independencia que duró veinte segundos y desembocó en una inadmisible venganza judicial. Somos muchos los que opinamos que esos siete votos han llevado a Pedro Sánchez a prometer mucho más de lo que puede dar y a decir digo lo que dijo diego. Somos muchos los que dudamos de la legitimidad de Carles Puigdemont para condicionar de tal manera la política tanto en Catalunya como en España en un momento tan crucial como al actual.

No puedo entender que impida con su voto negativo iniciativas tan razonables como la ley de extranjería o el primer paso para los presupuestos, a sabiendas de que su voto contrario va a enardecer al máximo a la oposición para entrar a saco contra el Gobierno progresista. No puedo entender que con su voto propicie una vuelta atrás en la que, sin duda, Junts per Cat sería una de sus primeras víctimas. No puedo entender ese empeño por poner a la democracia al borde mismo del abismo. Esos siete votos, a estas alturas, son como un mono jugando con una bomba.