Días después de haber sido pasto del fuego, por fin fueron identificadas las trece víctimas del incendio que arrasó dos discotecas de Murcia. Una nueva tragedia, un nuevo local de ocio nocturno en llamas, un nuevo cúmulo de irregularidades y nuevas víctimas jóvenes que no llegaron a ver amanecer. Con demasiada frecuencia se repite la tragedia: unas instalaciones precarias e inestables, un aforo sobrepasado de público, un cortocircuito, unas puertas de emergencia que no se abren y un montón de gente joven abrasada. Para colmo, y en esta ocasión se ha conocido pronto la chapuza, hacía más de un año que la discoteca funcionaba sin permiso de actividad.

Suele ocurrir en estos casos que todo el mundo se echa las manos a la cabeza y todo el mundo se lava las manos. No tiene un pase que ningún responsable en el Ayuntamiento de Murcia ignorase que aquella discoteca siguiera funcionando, a pesar de hacerlo sin autorización municipal. Ya veremos, según transcurre el tiempo, cómo se van pasando la pelota de uno a otro sin que nadie pague por tanta negligencia. Y cuando ocurre una desgracia a consecuencia de esa negligencia, pues al final como el viejo refrán, vete a reclamar al maestro armero.

Demasiadas veces ocurre, como en el desastre de Murcia, que nadie hace comprobación alguna sobre el cumplimiento de las decisiones tomadas. Se ordena el cierre y nadie se ocupa de verificar si se cumple la orden. Se publican desde las instituciones ordenanzas, prescripciones, preceptos y toda clase de condicionantes de obligado cumplimiento y no se hace seguimiento alguno de su ejecución. Para más escándalo, muchas de esas trampas se trajinan a costa del erario público, quizá en la convicción de que nadie va a tomarse en serio su control ni va a comprobar los fraudes, los embustes y hasta los desfalcos fruto de la picaresca.

Está comprobado que aprovechados, pillos y tramposos abundan allá donde haya negocio o dinero público y, por otro lado, con demasiada frecuencia el personal se deja llevar por la comodidad, o el mínimo esfuerzo. A estos riesgos deberían responder las instituciones con celeridad, pero ya está comprobado que el nivel de negligencia es casi atávico. No basta con publicar ordenanzas ni con contribuir con recursos públicos. Es absolutamente necesario hacer un seguimiento estricto del cumplimiento de los compromisos adquiridos.

En teoría, sólo en teoría, las instituciones cuentan con inspectores que deberían velar por el estricto cumplimiento de las normas, pero con frecuencia se excusan en la escasez de personal que controle a tramposos y negligentes. Y por si fuera poco, es ya sabido que el posible infractor tiene aviso previo de que va a ser inspeccionado y, para cuando el visitador llega todo está en orden y en perfecto estado de revista.

Luego, pasa lo que pasa.