Bueno, ya ha transcurrido el tiempo suficiente para pasar a otra cosa y los alumnos del Colegio Mayor Elías Ahuja han vuelto a las aulas con total normalidad, como puede verse en uno de los numerosos memes resultantes del desparrame de la noche del pasado día 8. Comprobamos con alivio que el aula está abarrotada pero en orden y en los asientos, formales, atentas, las filas de… chimpancés. Hala, ya pasó, se apagó el abucheo de los rojos y la histeria de las feminazis. Los machos ya hemos pedido perdón, y las niñas nos han perdonado. ¿Qué más quieren?

Un Colegio Mayor, a decir verdad, no es una pensión ni un piso compartido. A un Colegio Mayor se envía por lo general a chicos y chicas de familias con posibles. Un Colegio Mayor goza, además, de la garantía correcta e ilustrada de quienes lo gestionan, mayormente curas y monjas. Pues en un Colegio Mayor madrileño fue donde la liaron parda, donde los cayetanos se convirtieron en una horda de energúmenos protomachos berreando al unísono su saludo a las chavalas del Colegio Mayor de enfrente, las ayusitas del Santa Mónica: “Putas, salid de vuestras madrigueras como conejas, putas, que sois unas ninfómanas y os vamos a follar”. El pregón, vociferado por el solista y acompañado por una algarabía de ventanas iluminadas en toda la fachada.

Es la tradición, vinieron a excusarse los primates y a excusarles sus colegas las aludidas putitas. Es como las novatadas de otro tiempo. Pues no. Llamarle puta a una mujer es una ofensa grave y llamárselo a gritos con nocturnidad y cuadrillaje es una infamia y una chulería. Defender a quienes les han insultado apelando al colegueo, es una inaceptable muestra de sumisión y una preocupante carencia total de dignidad. Si entre colegas están permitidas y se consienten tan rechazables muestras de menosprecio, apañados vamos. Pero es lo que hay, o lo que ha habido, o lo que seguirá habiendo.

No puede ser verdad que gritarles “putas” a sus compañeras de universidad y anunciarles que se disponen a follárselas sea una tradición, que hecha pública la embestida –si no, de qué- y presentadas a la fuerza las excusas convencionales por parte de los garrulos, aquí no ha pasado nada y pelillos a la mar. Nadie puede creerse su arrepentimiento, pero algo había que hacer para salir del paso y volver tranquilos a sus motos, a sus partys y a sus galas universitarias en las que volverán a llamarles putas a sus colegas.

En las reacciones impostadas de excusar a los ofensores se han reproducido los mismos esquemas del amparo a la violencia contra las mujeres. Para empezar, se alega que les llaman putas porque les aprecian y les aceptan como miembros de su tribu. Después se asegura que ellas, las destinatarias del agravio, aceptan voluntariamente el calificativo como muestra de cariño y se lamentan de que se haya demonizado a sus colegas del Colegio de enfrente. Es la tradición, insisten. Aceptan ser tratadas de putas como si fuera un rito iniciático, ya que los chicos, ya se sabe, siempre son los chicos. Sus chicos.

Es como lo de siempre ha sido así, los hombres, el discurso exculpatorio del machismo primigenio y la violencia contra la mujer. Ellas, las niñas del Colegio Mayor, comprenden y perdonan como debe hacer la buena mujer cuando su marido bebe de más o se le va la mano, porque en el fondo les quieren. Porque son suyas.