I. El ministro Marlaska urde una triquiñuela de leguleyo para impedir que se sepa con certeza documental lo sucedido con Mikel Zabalza en el año 1986. Se desentiende, por lo legal, del crimen y echa el asunto a la niebla judicial que él bien conoce, confiando en el paso del tiempo y su labor de zapa. Se desentiende como se desentendió en su día de las denuncias de torturas que le hacían lo detenidos llevados a declarar ante él. No era esperable que aquel juez, llegado a ministro, hiciera caso alguno de un crimen cometido mediante torturas. La muerte de Mikel Zabalza no consistió en que la situación se les fue de las manos, como si lo sucedido antes de que falleciera el detenido estuviera permitido y hubiera imprevistos Eso es lo malo, que si los malos tratos y torturas, hoy llamados interrogatorios severos, no están del todo permitidos, están consentidos en las trastiendas. Basta mirar para otra parte o ni siquiera hacerlo. El ministro Marlaska empieza a ofrecer la cara más siniestra del gobierno de Sánchez, no solo por ser ministro de la Policía y apuntarse a la tradición del ramo, sino por comportarse como sus predecesores en gran urdidor de obstáculos para la investigación de las fechorías cometidas por uniformados y agentes de la autoridad en el ejercicio de sus funciones o fuera de ellas, como en el caso de Germán Rodríguez, cuando se disparó en Pamplona con intención de matar, según consta en documento sonoro ampliamente difundido: "No os importe matar". Eso quedó claro entonces y ahora, pero nunca ha habido la menor intención de aclarar lo sucedido y establecer qué responsabilidad tenían los que en aquel momento ostentaban el mando de la ciudad y de las fuerzas policiales echadas sobre sus calles con clara intención represora, antes del día del crimen, durante y después. Las voces criminales de Perote y Gómez Nieto prueban lo mismo: actuaciones fuera y en contra de la ley. Pero los malhechores son gente del sistema y hay que echarles un capote si se les va la mano, que de no otra manera está considerado lo que cometen, hay que protegerlos, hay que encubrirlos al cabo, hay que castigarlos, pero no mucho, lo suficiente para que el público se olvide de ellos y puedan salir por la gatera de alguna amnistía y recolocados en algún lado, invisibles, pensionados. Mientras haya una ciudadanía que esté convencida, porque quiere estarlo, de que algo habrán hecho las víctimas y que hacen santamente sus verdugos, no hay nada que hacer. El ministro Marlaska podía haber actuado en pro de una liquidación del pasado más ominoso, pero está visto que eso no está en su agenda.

Y II. Hace uno días vi la película El hombre más buscado, basada en una novela de John Le Carré del mismo título. No sé si esa fue la última película de Philip Seymour Hoffman, en la que este da vida al personaje de un agente secreto alemán que se ocupa de desarticular células islamistas, al margen de la Constitución y de las leyes, se dice expresamente en varios momentos, es decir, quebrantando estas a su conveniencia sin otro objetivo confesado con sarcasmo que el de hacer un mundo más seguro. Esa es una ideología que se extiende desde hace más de veinte años, la del mundo más seguro, en el que haya o no amenaza terrorista, lo que importa es acabar con el enemigo de la manera que sea: detenciones arbitrarias, cárceles secretas, torturas, falsificación de pruebas, asesinatos selectivos, elusión de juicios, consignas políticas de fundamento dudoso, complicidad de la prensa dominante y de una ciudadanía proclive al patriotismo de ojos vendados y a vivir una vida feliz, sin sobresaltos y, sobre todo, sin miedos (inducidos o no desde el poder). Si para eso hay que torturar y matar, se mata y se tortura, y no hay más que hablar. Lo he escuchado muchas veces, demasiadas. Es más que probable que la idea de calificar como terrorismo resistencias que no lo son se extienda al amparo de ese clima guerrero, patriótico, represivo a ultranza, y los métodos de combatirlo también: tienen la madre adecuada.