Escribo esto desde un barrio de Madrid habitado en su gran mayoría por ancianos y jubilados. Ahora mismo no se oye una mosca porque no andan sueltas ni las de los caballos de los guardias. Todavía hace dos días los abuelos andaban en los bares con el chato en la mano hablando del bicho y del pueblo, que es de donde procede la gran mayoría. No son de Madrid, son de su pueblo, es decir, de alguna localidad de las provincias que rodean la capital y llegaron a esta en los años de la emigración que comenzó a vaciar el campo y nutrió la periferia de infraviviendas, y de estafas luego. Las casas que dejaron atrás son su residencia veraniega momento que aprovechan las bandas de ladrones para desvalijarles los pisos, y ahora su refugio sanitario, sin pensar que, en muchas de esas zonas, no hay atención médica alguna en muchos kilómetros a la redonda o es de un precario radical.

Lo cierto es que los que han podido se han esfumado del barrio, como lo han hecho miles de madrileños que tienen en las costas sus residencias de verano, atascando las carreteras y aprovechando que la recomendación de no moverse de tu casa no es política, sino una elemental medida sanitaria. Ciudadanía, bonita. Una manera como otra cualquiera de que el bicho haga turismo de no creer. A mí se me han pasado las ganas de las burlas, pero también las de asomarme de continuo a un asunto del que confieso no saber nada y del que a base de información basura voy a saber menos. De los microbiólogos y epidemiólogos de barbecho que hacen su agosto estos días, no hablo porque para qué. No es fatalismo ni mucho menos derrotismo, sino un intento de no verme aquejado del acoquinavirus, ese que corre el serio peligro de infectarnos a todos y dejarnos tocados de ala. No me lo tomo a broma, pero no corro a comprarme un carro entero de papel higiénico, ni hago cola apretada y medio tumultuaria en la panadería en la que le dejan un corroncho de apestada a una joven oriental con su chaval en el cochecito, no por precaución, sino por china. Por cierto, hace ya una semana por lo menos que la china del barrio echó la persiana a su chiringuito, mientras que los abueletes el sector de la población más vulnerable han seguido arracimándose a diario en bodeguillas de más que dudosa higiene donde, entre otras amenidades, les he visto demostrar que tenían dientes dejándolos encima de la barra, para risión de la parroquia. No ha habido mano que no haya dejado de enredar en comistrajo común ni que haya tocado todas las teclas de las tragaperras, junto a las tapas que no resistirían una inspección desde lejos de Sanidad. El bicho (como lo llaman) podía esperar sentado porque ellos se iban a ir al pueblo, donde nunca ha pasado nada: Lo más que cogíamos era paperas, bueno, y purgaciones, pero eso ya en Madrid. No es cierto, claro, porque de la tuberculosis y de la desnutrición no se acuerdan porque no quieren. Eso sí, en la calle les oigo quejarse de que no les dejan ir a las residencias de ancianos a visitar a los suyos, porque dicen que los de dentro les pueden pegar algo, así que todo está bajo control. Se despiden diciendo que de algo hay que morir, pero su risa es forzada, mucho. Por si fuera poco, he visto correr en descampado con mascarilla y he correteado en solitario en un parque inmenso, como si hubiese llegado, en plan deportista, aquella máscara desconocida que en el cuento de Edgar Allan Poe apareció de pronto y terminó por fastidiarles la farra. Canguelo, delirios, sensatez y carros de comida como para defenderse de un asedio bíblico.

¿Y si alguien cercano necesita tu ayuda? Estos empujones, que lo son, nos ponen a prueba. ¿Hasta dónde llega nuestro sentido de la fraternidad y de la ciudadanía? Me lo pregunto, sin más. ¿Sé lo que yo haría? Pero no soy ajeno a lo que hacen otros por encima ya del cumplimiento del deber. No sé lo que hay que hacer, no sé de dónde viene este virus, no tengo recetas milagrosas de nada y menos para el contagio y su canguelo, sospecho que la cuarentena domiciliaria y unos elementales usos de higiene no son malas medidas cuando menos de precaución y eso es lo que está en mi mano, esa en la que tengo los dedos cruzados, como la mayoría, y temo al día después.