El pianista James Rhodes se instaló en Madrid hace cuatro años, y enseguida lo atravesó el flechazo. En las redes no paraba de alabar las tapas, admirar la siesta, dejar constancia de su júbilo cada vez que aprendía una palabra del argot capitalino. En las entrevistas afirmaba que vivía en el mejor lugar del mundo, con los camareros más simpáticos, el clima más agradable, la comida más sabrosa. Hasta lo malo, como el ruido, el tráfico y la impuntualidad, le parecía fantástico. Pronto conquistó al destinatario de sus piropos, una ciudad a la que pirra, como a todas, la ovación foránea. Así que medios y vecindario empezaron a tirarle besitos, a convertir sus errores lingüísticos en causa castiza y más: a ponerlo como ejemplo de la maravilla que es ser español, y como muestra de lo idiota que es quien no siente semejante erección.

Un día, confiado en tanto amor, pretendió pasar de turista a ciudadano, y así saltó de bendecir el bocata de calamares a criticar alguna cosilla, sugerir alguna ley. Y se equivocó de first dates: "Igual fui muy ingenuo, pues esperaba incluso un gracias, y lo que recibí fue un puto rojo maricón de mierda, vete a tu país". Y es que las nuevas identidades son como el bote de kétchup, que si lo agitas un poco caen un par de gotas, suficiente. Ahora, como te gane el ansia y aprietes, sale a chorro y te pringas. Se lo susurraron a un corresponsal inglés antes de su conferencia en tierra hispana: "Cuidado con lo que dices del siglo XIII". James Rhodes aún no se divorcia, pero confiesa muy triste que jamás había estado en un sitio tan polarizado como España. You welcome