Habrá quien no se acuerde, yo sí: durante décadas lo del norte fue, entre otras cosas peores, un tostón, una chapa abrumadora. La huida física y mediática a otros parajes no solo ofrecía alivio vital a los amenazados y descanso ético a los asqueados. También era una vía de escape para los exhaustos, los que con una bandera u otra estaban hartísimos de que esa preferencia envenenara todo el espacio público y parte del privado. El bostezo sí que fue fruto del conflicto. Uno iba a Fuenlabrada y la gente hablaba de esto y de aquello, no de esto contra aquello. La Voz de Galicia contaba que “entierran de pie a un diputado que no se doblegaba ante nadie.” Aquí si un político no se doblegaba ante alguien a menudo salía su tumba en las portadas. Sin embargo, ahora es en casa donde hallo amparo, calma y, desescalando, hasta una cinta de Primitivos y un cromo de Guisasola bajo el sofá. Hemos sido lo que hemos sido, pero los políticos por estos pagos hoy no se escupen en plena epidemia el árbol genealógico, los medios no son un ring de egos revueltos y la gente pasea el perro, no la cacerola. Tras el túnel de Pancorbo en vez de la tormenta nos reciben terrazas donde Huntaz eta Hartaz es hablar de playas y de ertes, de runners y de satisfyers. Y no, no significa que hayamos abjurado de nuestra fe, cada cual la suya, sino que la hemos sacado de la cama y la barra para ponerla donde corresponde: la urna y si acaso la biblioteca. Aquellas ikurriñas que eran toallas son ya más toallas que ikurriñas, no sé si me explico. Una mascarilla, en cambio, debería ser siempre una mascarilla. Sociedad enferma, nos llamaban.